Los etruscos leían el futuro en las entrañas de los animales. El arúspice, -un mago cuando la magia no era espectáculo- escrutaba el hígado del animal sacrificado y sentenciaba el inicio de la guerra o la anulación de una alianza.

Los romanos, tan dados a convertir en propio lo que encontraban en los otros, en los bárbaros, adoptaron la figura y sobre todo la función del arúspice. La adivinación se convirtió en una clave de la vida pública y en particular de la política.

Casi todos los partidos y la mayoría de los líderes tienen, o han tenido, su particular arúspice para que les interprete las encuestas -tan denostadas siempre y tan mareadas desde que Tezanos se hizo cargo del CIS- y les convierta las corazonadas en esperanzas de éxito.

Dos grandes arúspices de la democracia española han sido Alfonso Guerra y Pedro Arriola, el sociólogo de cabecera de Aznar y de Rajoy. La capacidad de leer las entrañas de las votaciones del primero llegó a ser proverbial. Al segundo se le atribuye el licuado de la ideología fuerte en el pragmatismo gubernamental que le ha valido la fidelidad de los votantes durante más de dos décadas.

Pero en la época del populismo, todo es mucho más difícil. Como decía ayer Juan José Millás los votos «se arrastran de un partido a otro como por el interior de galerías subterráneas. Parecen insectos desorientados, ciegos, larvas que escapan de una gusanera clandestina» La simpatía o la antipatía de los líderes depende del titular que consiguen colocar o de la línea del guión que les escriben para la televisión o el twitter.

Casado ha decidido suprimir la figura del sociólogo de guardia y en el PSOE admiran a Iván Redondo, el arúspice de mas éxito en la breve legislatura que ahora termina. Desde el gabinete de Sánchez, ha sorteado los rápidos del río por el que navegan los líderes políticos -»enredados en antipatías personales y egos excesivos», al decir de David Jiménez-, haciendo frente a peligros mortales en cada momento.

Que el president de la Generalitat, Ximo Puig, espere al último minuto para tomar la decisión de si adelanta o no las elecciones autonómicas para que coincidan o con las generales o con las europeas y las municipales, resulta comprensible.

Aunque tenga de los nervios a sus socios de coalición y aunque su peculiar andanza sea seguida por la opinión pública con desinterés y resignación.

Mirándole las entrañas al animal sacrificado, hay razones de fondo para las dos opciones: Aprovechar la buena racha de la simpatía actual por los socialistas o reforzar la ofensiva para que la subida de Vox no sea interpretada como una tendencia imparable. O dejar que la votación nacional (y por tanto, «la cuestión catalana») contamine lo menos posible el voto de los valencianos.

De momento, sin embargo, el president lleva su larga reflexión, (apuntó el dilema ya en el mes de julio) con mucha prudencia y un exceso de sigilo. Sus portavoces, -tal vez también arúspices-, nos han recordado que el Estatut le confiere la potestad de convocar cuando quiera, que eso sería bueno porque distinguiría a la Comunidad del pelotón de las autonomías que no están en cabeza, y que lo hará si lo ve conveniente para los valencianos.

Razones respetables, desde luego, pero lejos de la grandeza, necesidad o adecuación al bien común, que el ciudadano valora en el desempeño de los políticos. La respuesta, el martes.