En Magdalena, yo qué sé, en Magdalena a veces te encuentras con situaciones incómodas e inesperadas. Una vez acompañé a un amigo a su casa porque tenía hambre, en la época del instituto o por ahí, a por algo de cena. Su madre se ofreció gentil a hacerle un bocadillo y le preguntó de qué lo quería. «De algo normal», dijo mi amigo. «¿De tortilla?», le replicaron. «HE DICHO ALGO NORMAL», contestó el colega. Después hubo un silencio larguísimo.

En Magdalena, yo qué sé, el concepto normal se difumina bastante. La tortilla puede parecer no-normal. A cambio son normales las legiones de niños adictos a la pólvora, es normal escalar árboles en plan macaco y mear en portales en plan perraco, es normal que por lo general la gente se deje la dignidad en casa. Lo normal, lo anormal, el bien y el mal son asuntos siempre confusos. Antonio volvió a jugar a futbito el otro día. «He jugado de portero», nos dijo luego, «hemos quedado 7-7, he jugado muy bien». Portero, 7-7, muy bien. Lo dicho. Confuso.

En Magdalena, yo qué sé, lo más raro para mí es que en el resto del mundo sigan pasando cosas como si nada. Es acojonante. El resto del mundo sigue adelante y pasa de nosotros. Los políticos siguen diciendo idioteces, los ricos siguen ganando dinero, la tierra continúa calentándose y en la Liga se juegan partidos.

Hay quien piensa que en Magdalena solo existe Magdalena. Yo qué sé. Este año estamos de aniversario, o de casi aniversario. Recuerdo en el 50 aniversario, que en el cole teníamos que hacer una máscara, en manualidades. La temática decorativa era libre, pero tenía que estar ligada a la actualidad. No había nada más de actualidad en mi cabeza, lógicamente, que la Liga de fútbol, así que decoré la máscara con un 5 y un 0, por la goleada del Madrid al Barcelona. Cuando mi madre vio la máscara se puso muy contenta. Qué bien, qué buena idea, hijo, el 50 aniversario de la Magdalena. Pero cuando le expliqué a qué se debían en realidad esos números aprecié un abismo en su mirada, como el día aquel que llegué del colegio con un montón de papel de aluminio intentando convencer a mi padre de que eso era auténtica plata, de que éramos ricos gracias a mi bola gigante de plata. Tal vez en esos momentos entendieron que más les valía buscarse una buena jubilación, porque si dependían de mí, aún hoy, estaban jodidos.