Los abrazos anhelados después de tres meses de pandemia «son abrazos de muchos brazos», como escribía abrigando el alma Eduardo Galeano. Es el abrazo de la pequeña Ainhara al reencuentro de su tía Mari y su abuelo Tomás, rompiendo la quietud casi estival de las 14.30 horas en la calle Quevedo, de Massamagrell. «Ya está la caldosa con su abuelo. Seis nietos y una nieta, qué te parece, mi única chica». Acto seguido, se incorporaban al abrazo, desabrochando las sillitas y bajando raudos del coche, los otros dos nietos, Aarón y Adam. Y luego, Verónica y Andrés, los padres, los primos Lucas, Adrián e Izan, que toma fotos para su canal de Yotube. Y la abuela Mari Carmen.

En el último abrazo, en marzo, no estaban todos, hacía más frío y sobre todo desconocían que asistían a una despedida. Así, veintidós brazos entrelazados, con alguna lágrima, celebraban el paso hacia la nueva normalidad en la que ha entrado la Comunitat Valenciana con la fase 3, que permite volver a cruzar los límites de las provincias.

La escena de la familia Adán Calvo se reprodujo ayer en muchas casas, en andenes de estaciones de tren y autobuses. La declaración del estado de alarma les sorprendió a 61 kilómetros, en los 42 minutos de carretera por la A-23 que separan Massamagrell de Viver, en la provincia de Castelló, convertidos en una frontera invisible e insalvable.

Sin argumentos para volver

Dos circunstancias, el desempleo y el factor de riesgo de uno de sus hijos, alérgico y asmático, evitaban que se pudieran mover de la «casita» de montaña. «Como estamos sin trabajar nos quedamos allí, no podíamos argumentar motivos para poder volver, aunque la de Massamagrell fuera nuestra primera vivienda», señala Verónica. «Por entonces el virus estaba muy activo y muy fuerte y había que obedecer a las autoridades», añade su marido, Andrés. La recomendación de la alergóloga de la familia, «que nos aconseja que subamos siempre que podamos», hizo que hubiese más motivos para quedarse, que no para volver.

La distancia de un núcleo familiar muy unido durante todo el año, casi puerta con puerta, ha ensanchado la distancia: «Nunca habíamos estado tanto tiempo sin vernos, ni en época vacacional», describe la abuela Mari Carmen. Como en tantas casas, las videollamadas llenaron el vacío. En la despedida, Ainhara siempre se encargaba de lanzar el último mensaje: «Ya falta menos para volver a nuestra casa de verdad».

El fin de semana más largo que jamás imaginaron ha sido, con todos los condicionantes, un exilio amable. «Allí estábamos de lujo», confiesa Andrés. En plena montaña, alejados del casco urbano, no había nadie. «Estábamos al aire libre, con una parcela de jardín, con muy pocos vecinos, sin el agobio del confinamiento que se ha vivido en ciudades, sin poder salir a la calle y con poco espacio. Pero la necesidad de ver a la familia ya era superior a todo», reconoce Andrés. Verónica le da la razón: «Hubiese sido peor estar encerrados en un piso aquí con los tres niños».

Sin poder estar con amigos ni primos, Aarón de vez en cuando bromeaba al pedir las llaves del coche a su madre, «que me bajo a ver a los iaios». Los tres pequeños aguantaron con entereza y disciplina todo el confinamiento. Esa es una de las grandes verdades que se conservarán con el tiempo, cuando se eche la vista atrás hacia la primavera de 2020.

Como en todas las familias, los cumpleaños para los Adán Calvo en su confinamiento de montaña han sido especiales. Fue el caso del «cumple» de Adam. Con las necesidades elementales cubiertas al bajar «una vez por semana a Viver para comprar», para la fiesta improvisada de cumpleaños no encontraron pasteles para niños, en el ultramarinos del pueblo todas eran tartas al whiski. La Policía Local les recordó que no podían ir a ningún horno de Segorbe, que la tarta debería ser casera. «Le pudimos hacer un bizcochito».

Valió la pena esperar para que anoche convocasen la primera cena, en casa de los abuelos. «Celebraremos los cumpleaños atrasados en una sola fiesta». El del iaio Tomás, y los de los primos Lucas y Adrián también coincidieron en el confinamiento. «No se necesitan motivos, estar juntos será el mejor regalo», confiesa melancólica la abuela Mari Carmen. El deseo que pedirán al soplar las velas lo tienen claro, que los abrazos no vuelvan a ser en diferido: «Hemos cumplido a rajatabla y con el esfuerzo de todos esperamos que no se vuelva a repetir una situación así».

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