Los musulmanes denominaron al pueblo Axerra y yace mecida por La Calderona, rodeada de leyendas. Sus habitantes están acostumbrados a pelearse con las montañas. Ella misma está encaramada sobre empinados ceros. Está lleno de historia, geografía, fuentes y botánica su territorio. Es un tesoro lleno de alicientes turísticos su término y pueblos anclados en los tiempos remotos. Sus casas nuevas surgen ancladas a las viejas murallas. En primavera destaca por sus sabrosas cerezas, subiendo la Garbí hay un encantador restaurante popular que hace las paellas con a leña con el peculiar aroma indígena de las montañas, el romero.

Este mes deberían comenzar sus grandes fiestas, a sus grandes enseñas de identidad religiosa, sant Roc i la Mare de Déu dels Angels, pero la pandemia, como a todo y todos, les ha trastocado la vida, que nunca les ha sido fácil, pero no por ello les ha arredrado. Han luchado contra la dureza del medio, batallas que acabaron convertidas en arte y homenajes, como los rendidos en paneles cerámicos y monumentos a los artesanos de la piedra y el esparto. Serra es tierra agradecida y reconoce los méritos de quienes bien la sirvieron como la tía Consuelo la Mestra.

Si Pascual Madoz la visitara ahora diría de sus habitantes que son gente vital, enérgica, tenaz y afable, enamorada de sus mistéricas montañas, que han configurado a lo largo de los años su carácter y temperamento. No tienen miedo a nada, lo soportan todo con creces. Muy trabajadores, sacan agua de las piedras, a la par que festeros, sobre todo en la noche víspera de san Roque, al que circundan de la más lujosa de la cohetería y le cantan unos Gos, hoy más actuales que nunca por el Coronavirus: “Puix tenim tal advocat, / fent dels pecats penitencia,/ serem per ells deslliurats/ del contagi i pestilencia.”

Desde muy antiguo bajaban a València en carros a vender con garrafas de cristal sus privilegiadas aguas, sus vinos, sus aceites. Eran muy famosos los vinos “abocaets” que hacían los frailes de la Cartuja con sus 33 criados. Los cartujos eran propietarios de todas las tierras que se extendían hasta Bétera. Sus picapedreros han esculpìdo a mano los miles de adoquines con que se empedraba ciudades y pueblos. Con el esparto hacían filigranas de objetos y alpargatas que vendían por doquier, como medio ingenioso y esforzado de vida.

Cerca de Valencia, por su posición geográfica, por su altitud, por su lugar cercado por las montañas, Serra goza de un clima especial, muy saludable, muy recomendado siempre por los médicos. En su término fue instalado un hospital contra la tuberculosis -salud del cuerpo. Y una cartuja de fraile -salud del alma- ambas realidades con interesantes frutos y resultados.

Refugio de Azaña

Tan excepcional paraje fue elegido como refugio material y espiritual de Manuel Azaña, presidente de la República, en tiempos de guerra, cuando el Gobierno republicano se instaló en València. Por las mañanas despachaba en el palacio de Benicarló, hoy sede de las Cortes Valencianas, por la tarde se iba a La Pobleta. En su libro “Cuaderno de La Pobleta. Memorias políticas y de guerra”, Azaña hace una bella descripción de los paisajes de Serra, que nadie ha superado:

“El clima es aquí más agradable que en Valencia, aunque la distancia es corta y la altura no mucho mayor. Pero se vive en seco, quiero decir, fuera del vaho caliente e irrespirable de La Albufera y de los regadíos. Hemos tenido cinco o seis días de grandes tormentas, con espesas mangas de agua y granizo, que han hecho daño en los cultivos. Las tormentas parecen favorecer este macizo montañoso. Muchas veces ha llovido aquí a torrentes, mientras en Valencia se asaban de calor. La tierra roja, caliente, impregnada de aromas y esencias del pinar, destilados por el sol, se sorbe un diluvio con ansia, y al siguiente día vuelve a haber polvo. La sequedad, no obstante los manantiales que aprovechan los labradores de Serra para regar naranjos y hortalizas en los tablares escalonados hasta el fondo del barranco, es fuerte, generosa, excitante...

Los cerros de Levante, lívidos, pavorosos, bajo una luz indirecta y un cielo dorado, con otro gaseoso, brillante húmedo. Pasaba el turbión, y en el aire lavado aparecían términos, matices, lejanías que el sol de agosto borra. El boquete de Porta Coeli descubre en las tierras lejanas líneas puras, formas escuetas, limpias, gradaciones de color, abrasadas antes en polvo y sol. Los chubascos han hecho callar al campo. ¡Tremendo estrago! Ahora el anochecer es silencioso. Un vientecillo crudo, pica, anuncio del otoño”.

Y refugio de una monja bandolera

Decir Serra es decir, de seguida, Calderona, leyenda de María la Calderona, privilegiada amante de Felipe IV -los reyes siempre con sus amoríos a cuestas- actriz teatral y cantante, madre de Juan de Austria, -una varia nte dice que no era María Caledrón la titular de esta leyenda, sino su hermana Juana, también del mundo de la bohemia, pero es posible que el coronado mantuviera relaciones con ambas- a la que el monarca avergonzado, para que no incordiara obligó a ser “monja encerrà” -como dicen en Segorbe- en un convento del que se escapó, echándose al monte, donde cambió los hábitos de religión por el de bandolera, jefa de una banda de “roders” dedicada a desplumar a quienes transitaban por la zona. Hoy en aquellos parajes sigue denominándose a uno de sus caminos como Senda dels Lladres.

Y fue aquí en Serra, en su deliciosa y silenciosa Cartuja, donde por vez primera se tradujo la Biblia “de lingua latina ad valentinam linguam”, por un equipo de frailes versados en letras y lengua clásicas, bajo el priorato de Bonifacio Ferrer, hermano del santo más popular de los valencianos, Vicente, quien también anduvo por estos lares intentando hacer conversos entre musulmanes y judíos. Los frailes andaban sobrados de dinero y alimentos con las fincas que tenían y dedicaron buena parte de su vida monacal a las labores literarias. Era el Siglo de Oro de nuestra literatura. Pudieron permitirse ese lujo.