Rafel Montaner, Valencia

«Yo me tire a la montaña porque si no lo hago me matan», relata Pedro Alcoriza, Matias, quien a tres meses de cumplir los 85 aún tiene marcado a fuego aquel verano de 1946 en que dejó su pueblo, una aldea de Santa Cruz de Moya (Cuenca) a medio camino entre Ademuz y La Serranía, para hacerse guerrillero. «En mi aldea éramos todos de izquierdas, y al acabar la guerra, vino lo que vino: injusticias, palizas... todo se acumula, sabe», explica con los ojos enturbiados por el recuerdo.

La feroz represión de la Guardia Civil de la posguerra en aquel entorno rural desafecto al régimen franquista se encarnizó con los amigos y la familia de Matias, quienes auxiliaban a los maquis como enlaces o puntos de apoyo. «A mi compañero le reventaron los pulmones de una paliza, lo detuvieron y cuando se cansaron de pegarle lo montaron sobre la grupa de su mula y esta volvió sola hasta su casa. Al día siguiente murió». Entonces hizo el hato y se marchó de casa, tenía 26 años. A su padre no lo volvió a ver, al año siguiente lo detuvieron por no querer decir donde estaba su hijo y se lo llevaron a Valencia, al cuartel de Arrancapins, de donde nunca salió. «Esta en una fosa común en el cementerio general», relata.

En los seis años que estuvo a salto de mata entre las sierras que hay desde las Hoces del Cabriel hasta Huesca, pasando por Teruel, Cuenca y Castelló, donde llegó a subir hasta la cima de Penyagolosa, Matias nunca tuvo un encuentro con la Guardia Civil: «Pocos pueden decir eso, no se si fue la suerte o el olfato que tenemos para esas cosas los que nos hemos criado en el monte».

Matias estuvo a punto de cruzarse con el destino de la mayoría de guerrilleros en Puçol, cuando en una sola noche volaron con dinamita «la vía churra, la que va a Teruel, y la de Barcelona». Una patrulla casi los sorprende de no ser porque encontraron en la acequia de Moncada un oportuno escondrijo.

A Eulalio Barroso, Carrete, sus 78 años todavía no le han robado la mirada de pillo de aquel chaval extremeño de 16 años que burló a los guardias civiles que con el fusil en su pecho amenazaba con fusilarle al alba a él, a su padre y a su madre si no revelaba el paradero de cuatro de sus hermanos, que habían huido con la guerrilla. Antes de que amaneciera pidió permiso a los que montaban guardia para hacer sus necesidades «y todavía me están esperando», dice con una sonrisa de oreja a oreja que le borra de un plumazo todas las arrugas de la cara. A su padre le cayeron 8 años de cárcel y a su madre tres.

«Lucha desigual»

Su carrera en la guerrilla de Extremadura fue meteórica, con 17 años y medio ya era jefe. «La lucha era desigual -recuerda este ex maquis afincado en Valencia- en la Sierra de Gredos estuvimos dos meses de tiroteos continuos contra la Guardia Civil, ellos eran más de 200 y nosotros sólo 16, fue muy duro, muy duro». Sin embargo, lo peor estaba por venir. Si a Matias le tocó la cara, la cruz fue para Carrete: «El 31 de diciembre de 1945 caímos presos, me condenaron a muerte y luego me conmutaron la pena por 30 años de prisión». No salió de la cárcel hasta 14 años después.

Hoy, a seis décadas vista, Matias y Carrete mantienen vivo con su testimonio el recuerdo de los últimos soldados de la República. Ahora pelean para que la sociedad y el Gobierno reconozcan sus años de lucha armada por la libertad y para que todos los guerrilleros y sus enlaces dejen de figurar como bandidos y criminales en los archivos de la Guardia Civil.

Uno de estos pasos por recuperar la memoria de la guerrilla antifranquista lo ha dado esta semana la Agrupación Socialista de Benimaclet, en Valencia, que el jueves homenajeó a Matias y Carrete.