El día de reflexión de las elecciones autonómicas de 1999, Zaplana confesó a un grupo de íntimos que tenía la promesa de Aznar de llevárselo con él al gobierno de Madrid como mucho mediada la legislatura. «¿Y le crees?», preguntaron. «Sí. Aznar es un tipo que cumple siempre su palabra. Ya tengo pensado el sustituto», contestó.

Cuando dijo que era Francisco Camps, ninguno de sus interlocutores pudo disimular su estupor y alguno, incluso, se atrevió a expresarlo.

Pero Zaplana era el «boss», así acostumbraban a llamarlo sus compañeros. Así que no había más que hablar. Ni las recomendaciones de Rita Barberá, la alcaldesa de Valencia, que había tenido a Camps como concejal y le advirtió de que no se fiara; ni la resistencia generalizada de la alta dirección del partido para trabajar por alguien a quien no consideraban «uno de los nuestros», por muchos años de militancia que llevara, consiguieron hacer la más mínima mella en Zaplana. A Camps se le había ido preparado una carrera «de diseño» (conseller, secretario de Estado, secretario general del partido y, para la última fase, la que buscaba la foto diaria en la Prensa, delegado del Gobierno en la Comunidad), carrera que fue cumpliéndose paso a paso, aunque entre dientes no hubiera ya por aquel entonces ni un solo dirigente veterano del PP que no dijera aquello de «esto sólo lo hago porque Zaplana lo manda, pero se equivoca…»

Resulta paradójico que Zaplana y Camps se comportaran justo al revés de como quienes les conocían podían pensar. Zaplana era el político de raza, instintivo, que jamás fallaba. Y con Camps cometió hace diez años el mayor error de su vida. Camps era el político austero, nada ambicioso y hombre, en el más amplio sentido de la palabra, tolerante y de partido. Pero empezó a demostrar desde el mismo día en que se inició la campaña que debía llevarle por primera vez a la Presidencia de la Generalitat, con Zaplana todavía de cuerpo presente y protagonizando todos los mítines, que era Jano, el de las dos caras. El primero ha penado una década el error que cometió, aunque ahora, viendo a su enemigo caído, no puede disimular su satisfacción allá por donde va. El segundo ha disfrutado diez años de gracia, respetado incluso por los periódicos más críticos con la política de fastos y despilfarros inaugurada por Zaplana, que Camps continuó y amplificó hasta convertir a la Comunitat Valenciana en la autonomía más endeudada en términos absolutos del país, pero ha acabado siendo víctima de la borrachera de poder acumulada en alguien que, cuando era meritorio, sólo bebía agua.

«¿Cuándo se jodío el Perú?», preguntaba Vargas Llosa al inicio de «Pantaleón y las visitadoras». Hay toda clase de especulaciones sobre los motivos: para unos, Zaplana trató de que Camps mantuviera el mismo tinglado económico que él había montado y Camps se negó. Para otros, simplemente Camps dejó de cogerle el teléfono el mismo día que se sentó en el Palau. El caso es que, si lo del tinglado fuera cierto, Camps puede que se negara, pero nunca lo denunció y, en cambio, las investigaciones policiales ahora indican que montó uno con unos oscuros personajes que había conocido en Madrid cuando era secretario de Estado. Y el caso es también que si Zaplana buscaba una marioneta cuyos hilos manejar desde el Gobierno de Madrid, se estrelló de morros. La situación aún pudo disimularse mientras fue ministro con aspiraciones fundadas de vicepresidente. Pero llegó el 11-M, la derrota de 2004 a manos de Zapatero, y Zaplana descubrió lo que le esperaba cuando al día siguiente viajó a Alicante y tuvo que esperar a que un amigo enviara un coche al aeropuerto a recogerlo: ni había ninguno de la Generalitat esperándolo, ni, después de tantos años de cargo público, llevaba dinero para el taxi.

Las relaciones fueron a partir de ese momento, con Zaplana sin presupuesto para repartir entre los suyos, agriándose cada vez más, hasta el punto de que ya en el congreso que se celebró inmediatamente después de aquellas elecciones la cosa estuvo a punto de acabar como el rosario de la aurora, con Zaplana ordenando a los suyos, que aún eran muchos con capacidad para dejar a Camps en minoría en las Cortes, que se fueran del cónclave, cuya organización por cierto corrió a cargo de El Bigotes, para poner en evidencia la ruptura del partido o que abandonaran el Parlamento en una sesión crucial para que el Consell perdiera por primera vez una votación. No se atrevieron a tanto, pero la tensión fue subiendo de intensidad mes a mes durante años.

Camps, entre tanto, diseñó una política inteligente de cara al exterior y muy dura hacia el interior. Zaplana había declarado la guerra a todos los medios de comunicación que no le alabaran diariamente, utilizando para ello todas las armas posibles, la mayoría no democráticas. Pero dentro del partido trató de mantener los equilibrios entre las distintas «familias», enfrentándolas entre ellas pero dándole a cada una lo que del presidente de la Generalitat y del partido requerían. Camps lo hizo al revés: de puertas afuera, aplicó el guante blanco, recompuso las relaciones con todos los medios, incluso los más críticos, y logró con ello un trato más benigno; de puertas adentro, optó por el genocidio. Con Carlos Fabra, un fósil del caciquismo del siglo XIX (los Fabra se suceden en la Diputación de Castelló desde hace más de un siglo), intocable por ahora, Camps se lanzó a por Alicante, el reducto del zaplanismo.

Y ahí entro Ric. Ricardo Costa. Encumbrado por Camps a «número dos» del partido por el mismo sistema que Zaplana había empleado con él: el del ucase. Y Costa sobrevaloró sus fuerzas. Formado en Nuevas Generaciones, Costa es un tipo de político al que sólo la efectividad podría justificar, porque todo lo demás en él se lee en negativo: desde su peculiar tono de voz (ha ido a clases de foniatría, para cambiar ese deje y ese acento inevitablemente pijo. pero no ha logrado grandes avances), hasta su forma de vestir y su manera de dirigirse a quienes de verdad ganan las elecciones: los alcaldes, a los que, fueran del bando campista o zaplanista, siempre ha tratado como inferiores. Son ellos ahora quienes más han presionado para que Camps lo eche. Costa es, para la «vieja guardia», el ejemplo de esa nueva generación de políticos que no ha tenido más oficio, ni beneficio, en su vida, que no ha tenido que pelear por llegar a ningún puesto. «Son –en definición de un veterano dirigente, harto de batallas pero también de ganar elecciones– chavales a los que encumbramos sin que hicieran el más mínimo mérito para ello y que han aprendido lo peor de nosotros, sin quedarse con nada de lo bueno». El escándalo de Orange Market, la vergüenza ajena que se siente al leer las conversaciones, son sólo la excusa ideal para deshacerse de alguien que, cuando quiso entrar en Alicante, la provincia díscola de las tres de la Comunidad, a sangre y fuego, sólo logró proporcionarle a Camps la primera derrota de su historia política, después de haberle asegurado que aquello iba a ser un paseo en barca. Por cierto, en Castelló, su provincia, tampoco es nadie: cuando el día del debate del Estado de la Comunidad entró en el despacho del grupo popular, los diputados castellonenses se quedaron ostensiblemente sentados y con los brazos cruzados pese a que sus acólitos habían organizado un aplauso generalizado.

Muchos piensan que el caso Gürtel no es otra cosa, ahora, que la venganza de Zaplana sobre Camps. Que él es la mano que ha mecido la cuna. No parece sin embargo que sea así. La cuna la pusieron un par de concejales madrileños descontentos que se presentaron ante Garzón y el magistrado se encargó de mecerla. Pero es cierto que, como bien dijo Fraga, la política hace extraños compañeros de cama y hoy por hoy uno de los mejores amigos de Zaplana, con quien no hay semana que no se vea ni día que no hablen, es Alfredo Pérez Rubalcaba, el ministro de la Policía, y otro es Javier de Paz, casado, como él, con una benidormí, ejecutivo, como él, de Telefónica, y compañero de footing de Zapatero. Así que Zaplana no tiró la primera piedra, pero es el mejor picapedrero que hay en Madrid contra Camps. El mejor, que no el único. Aznar, que aún es en el PP la encarnación del triunfo, sólo llamó una vez en su vida a Camps a la Moncloa. Y fue –testigos hay, que le pregunten si no a González Pons, que estaba allí- para decirle, cuando todavía no era presidente de la Generalitat pero ya había sido señalado como el aspirante, que a él, a Aznar, no era, precisamente Camps el tipo de político que le gustaba. No parece que diez años después, Aznar, cuyas fotos con Camps se pueden contar con los dedos de una mano, haya mejorado su opinión.

Quien visite estos días los foros de Internet en los que la militancia del PP expresa sus opiniones, o hable en privado con los principales líderes del partido, incluso los hasta ahora más acérrimos defensores de Camps, comprobará que ha perdido mucho crédito como líder y que la destitución de Costa, más que como una solución, va camino de tomarse como la enésima traición. Nadie cree que Costa pudiera moverse en solitario, sencillamente porque no era nadie antes de Camps y luego sólo ha ejercido el poder poniendo el nombre de Camps por delante. Muchos en esos foros temen un PP roto, que vuelva a la travesía del desierto que vivió durante los años ochenta y hasta mediados de los noventa, en los que fue en la Comunidad un partido irrelevante, recordando que, a pesar de las encuestas, también el socialista Lerma se acostó un día con mayoría absoluta y al día siguiente estaba en la calle. Y muchos, también, reclaman la vuelta de Zaplana. No son esos los planes del ex ministro. Pero es cierto que, aunque lo niegue, maniobrará porque sí le sigue interesando la política de Madrid y sabe que controlar de nuevo una base como la Comunidad Valenciana es un aval de primer orden (Zapatero ha demostrado que sin la Comunitat Valenciana se puede ganar, pero el PP no podría ser alternativa real de gobierno sin ella) para influir en lo que pase en el PP nacional si Rajoy pierde su última oportunidad. Y porque está comprobando que, si muchos de los suyos tardaron segundos en dejarlo tirado e irse con Camps, que era el que tenía el Diario Oficial de la Generalitat, en estos momentos, con el presidente en sus horas más bajas y sin un duro en el presupuesto, esos mismos ahora están volviendo a cambiar de bando con la misma facilidad, perdón, que quien cambia de traje. Ahora falta por saber si Zaplana tiene aún espacio para la maniobra, si, de tenerlo, volverá equivocarse y buscará otra «marioneta», cosa para la que ya no tiene recursos ni fuerzas y, sobre todo, si al final cayera Camps, buscará una alianza que le permita moverse en Madrid sin volverse estrábico de tanto mirar a Valencia.