Educarse políticamente en un campo de minas como la UCD y con el difunto Emilio Attard como padrino vale por una licenciatura, doctorado y máster. Así modeló el licenciado en Derecho José Luis Olivas (Motilla del Palancar, 1952) un instinto de supervivencia y una perseverancia con las que ha escalado cumbres sin botella de oxígeno. El estallido de UCD (1982) lo convirtió en náufrago. Quizás ahí aprendió que en política y economía no hay amigos, sino aliados tácticos. Y lo ha llevado a rajatabla. Tras un paréntesis, regresó en 1987 a la política. Entró de concejal en Valencia, con Martín Quirós. Pero fue, tras el abrazo del oso de Barberá a Lizondo en 1991, cuando tomó carrerilla. En el gobierno PP-UV fue edil de Hacienda. Jamás se separó ya del maletín de unas cuentas que siempre le salen. Esos años se especializó en lidiar con los regionalistas, tarea de alto riesgo que ejecutó como conseller de Economía de Zaplana cuando el reparto del pollo.

El edil se pegó a las faldas de Rita Barberá y ello le valió el número dos del PP cuando, en septiembre de 1993, se consumó el golpe de Zaplana para jubilar a Pedro Agramunt y tomar el control del partido. En 1995, el nuevo presidente tuvo que tragarse al hijo político de la alcaldesa. Pero pronto se percató de que ese hombre de aspecto tosco tenía capacidades más allá de su sesudo currículum (secretario general técnico de Economía, 1981 o director general de presupuestos del Consell 1982).

Reinventó la Ciudad de las Ciencias

Fue tomar posesión del cargo de conseller de Economía y anunciar que la Ciudad de las Ciencias había que remaquetarla porque era cara y los socialistas habían llenado las cuentas de «agujeros». El Consell del PP, más que una liposucción lo que le hizo a Cacsa fue atiborrarla a sobrecostes. Pero el gran logro de Olivas fue robarle a Lerma la patente de esta réplica del Valle de los Reyes. Se ganó tanto la confianza del jefe del Consell que en 1999 ascendió a vicepresidente primero. Y en 2002, cuando Zaplana se largó a Madrid, lo dejó como presidente casero del Palau hasta que llegara Camps. Le quisieron pagar sus servicios con un puesto de senador vitalicio. Pero el marido de la farmacéutica Mercedes —a la que ayudaba hace años en las guardias «vendiendo condones»— supo que por lo cotizado en política merecía mayor pensión. En enero de 2004, fue nombrado presidente de Bancaja. Ahí desplegó sus dotes de navegante. En un mar de tiburones permanentemente en ayunas.