«Cuando estoy en Sueca, me llaman ´sevillano´, pero en Isla Mayor soy ´valenciano´, así que ni yo mismo sé de dónde soy», dice Lluís, un nombre pactado, pues a sus 81 años explica que «no quiere líos». Él es uno de los protagonistas de la «aventura» que entre los años 40 y 50 llevó a 900 agricultores valencianos y sus familias, la mayoría de ellos de Sueca pero también de la Ribera Baixa y l´Horta Sud, a las marismas del Guadalquivir en busca del «Dorado» del arroz.

La historia de «la mayor transformación agraria» que se ha realizado jamás en España, la desecación y puesta en cultivo de 28.000 hectáreas (ha) de la Isla Mayor, donde reinaba el paludismo, con el fin de convertirlas en el mayor arrozal de Europa —que en los años 80 producía más del 40% del arroz nacional—, la recoge ahora el escritor y periodista Jorge Molina en su libro «Doñana, todo era nuevo y salvaje».

«Páramo infinito y salitroso»

En aquel «páramo infinito y salitroso», escribe, convivían «sin hablarse» los valencianos traídos por la empresa Rafael Beca y Cia, para cultivar el arroz, y los jornaleros andaluces. Dos comunidades que vivían como agua y aceite, «sin mezclarse», puntualiza el escritor. No solo les separaba el idioma, pues la mayoría de colonos valencianos no hablaban castellano, sino por el acceso a la propiedad, pues Beca, prefería vender las nuevas tierras desecadas a los agricultores de la Ribera, que dominaban el único cultivo capaz de germinar en aquel barrizal. Esto hizo que «pronto el recelo entre quienes hablan ´valencià´ y el resto, resultase evidente», escribe. Lluís tenía 18 años cuando en 1948 llegó, «tras 36 o 37 horas» de viaje en tren en un vagón de tercera a El Puntal, después Villafranco del Guadalquivir y ahora Isla Mayor. «Aquello era un desierto. No había diferencia entre el domingo y el lunes, todos los días eran iguales: del tajo a casa y de casa al trabajo, no había nada más».

El «gancho» para atraer a tantos valencianos hasta aquel inhóspito lugar estaba en las facilidades que ofrecía Beca. A los primeros colonos, que llegaron entre 1942 y 1943, les vendió la tierra a 5.000 pesetas la hectárea. Un precio a pagar en tres campañas con un interés de apenas el 3 o el 4%.

Los primeros «tres hilos de la cometa para la progresiva venida de valencianos», relata Molina, fueron tres pudientes agricultores de Sueca. «Eran Fernando García Messeguer, Juan Grau y José Viel, y tres jornaleros de este último, que no tenían tierras: Alfredo Tolosia, Pasqual Roger y Salvador Bixquert», recuerda Lluís.

«Gente de posibles — se lee en la obra de Molina—, llegados a la Isla con el parapeto de su buena posición económica, y la idea de, si le sacan rendimiento, comprar más naranjales o más fanegas en Valencia». «Estos pioneros resultarán claves para que luego las familias humildes se muden al sur, pasando de luchar toda la vida para hacerse acaso con la propiedad de un ´quartó´ en Sueca, Sollana, Cullera, Almussafes o Massanassa, a ser dueños de siete hectáreas», añade.

Una de aquellas familias que siguieron a estos pioneros fue la de Lluís, que cuando llegó a la Isla en 1948 Beca ya vendía la hectárea tres veces más cara que cinco años antes. Aún así, «allí, por 17.000 pesetas podrías comprar una hectárea, mientras que en Sueca con 10.000 solo podías aspirar a una hanegada», apunta Lluís tras anotar que en una hectárea tiene12 hanegadas.

El atractivo era evidente, cuando Lluís desembarcó en El Puntal ya vivían allí «unas 20 familias de Sueca», y un año después, en 1949, llegaron otras 35. «A partir de aquí, todos los años venían más familias, no ya de Sueca, sino también de Sollana, Catarroja y Alzira». De hecho, el 21 de abril de 1953, cuando Franco visitó Isla Mayor, y Beca decidió rebautizar El Puntal como Villafranco, ya vivían allí más de 400 agricultores valencianos, según se lee en la portada de «La Vanguardia».

Lluís cuenta que los primeros años «fueron muy duros, vino mucha gente que no se atrevió a comprar». «La mayor parte no tenía tierras y llegaban para hacerse un futuro, pero tenían que tener algo, pues sin dinero no se podía hacer nada», aclara.

«Aquella tierra es mejor que esta para hacer arroz, el problema es la sequía y las subida de las mareas del Atlántico, pues cuando el rio no trae agua riegas con agua salada». «Dos años de estos sin recoger nada eran un drama, muchos vendían y se volvían a Valencia». Tiempos de retorno a Sueca se dieron a principios de los 80, cuando tras cuatro años de sequía solo se recogió arroz en 2.000 de las 28.000 ha del arrozal sevillano. Aún así, según Lluís, el arroz del Guadalquivir no ha sido amargo «para el 90% de los suecanos que emigraron a El Puntal».

El triunfo de estos colonizadores valencianos de la marisma sevillana, donde «lo normal era que cada uno tuviera entre 14 y 15 hectáreas» añade, aumentó el recelo de los andaluces ante el «intruso» valenciano.

«El usurpador valenciano»

Lluís revive este desencuentro: «Los andaluces nos veían como usurpadores, decían ´estos valencianos han venido aquí y nos han robado la tierra, ahora ellos son los amos y nosotros los criados´». Los peores años, «se vivieron entre los 50 y 60, cuando de El Puntal no se podía ir a Puebla del Río», puesto que al tradicional desencuentro entre dos comunidades que hablaban idiomas diferentes se unió la petición de segregación de El Puntal de La Puebla, iniciada por Beca tras la visita de Franco.

«Había mucho miedo», prosigue. El recuerdo de los fusilamientos que había visto de niño en Sueca durante la guerra, y el resquemor creciente entre las dos comunidades —el matrimonio entre miembros de una y otra población fue anecdótico hasta pasados los 70—, le hizo pensar más de una vez en que «si llega a venir otra revolución, allí nos matan a todos los valencianos».

La mecanización en los 70, especialmente la generalización de las cosechadoras, la siembra por avión, y la introducción de herbicidas químicos en masa, que redujo la demanda de mano de obra de una manera brutal y el consiguiente éxodo rural a Cataluña y otras regiones industrializadas así como el ´Vente a Alemania, Pepe!´, aminoraron el peligro de aquella olla a presión.

Las segundas y terceras generaciones de suecanos de Sevilla, los hijos y nietos de aquellos colonos del arroz, hicieron el resto. «Hoy ya está todo más mezclado», dice Lluís con alivio. Sin embargo, aquel Puntal, municipio independiente desde 1994 y que en 2000 mudó el Villafranco por el nombre de Isla Mayor, sigue siendo el único pueblo andaluz donde se habla valenciano.

Rafael Beca, el olivarero visionario que cambió la Coca Cola por ser el «rey de la isla del arroz»

El sueño de convertir el delta del Guadalquivir en el Nilo del sur de Europa arrancó en 1927, según cuenta Jorge Molina en su libro, de la mano de unos inversores ingleses y suizos, que compraron 47.000 hectáreas (ha) de la marisma por 19 millones de pesetas. La nueva compañía, Isla Mayor del Guadalquivir SA (Ismagsa), llegó con maquinaria nunca vista en España y con hasta algunos «fellah» egipcios. En 1929 sembró por primera vez arroz en el Guadalquivir. Era de la variedad «bellot» y había sido suministrado por un farmacéutico de Antella. La Guerra Civil frenó en seco aquella aventura.

Durante la contienda fue el general Queipo de Llano quien apostó por cultivar arroz en las marismas, y en 1937 puso en cultivo 700 ha y creó, a base de explotar presos republicanos, un poblado que bautizó con su nombre. El «caudillo andaluz» fue quien convenció al empresario Rafael Beca, un olivarero de Alcala de Guadaira que había hecho fortuna exportando aceitunas, para que apostara por el arrozal sevillano. Beca, desestimó la oferta de un americano para convertirse en representante exclusivo de la Coca Cola en España, para adquirir Ismagsa y todas sus tierras por 9,5 millones entre 1941 y 1942. Con la mediación del entonces Ministro de Agricultura, Miguel Primo de Rivera, hermano del fundador de Falange, Beca logró en 1941 romper la oposición de la Federación de Agricultores Arroceros, presidida por el conde de Trénor, Juan Antonio Gómez, a dejar marchar a los agricultores valencianos a «la isla del arroz».