Hoy se cumplen 75 años del estallido de la conjura militar contra la República que desencadenó el desastre de la Guerra Civil. La sublevación, que arrancó el 17 de julio en Melilla y se extendió el 18 por la Península, naufragó en la Comunitat Valenciana «porque el golpe se preparó de forma burda, ya que fue, en palabras llanas, una chapuza». Con esta contundencia habla el historiador Eladi Mainar, uno de los principales investigadores del fracaso del levantamiento del Ejército en Valencia. «Fue una subversión de mandos intermedios que, aglutinados alrededor de la Unión Militar Española (UME), la organización que reunía a los oficiales más ultraderechistas, no se había preocupado ni de tentar a los coroneles, los jefes de regimiento que tenían el mando sobre las tropas, ni en implicar en la trama a la Guardia Civil», añade Mainar, que recuerda que el levantamiento se atascó allí donde el instituto armado no se sublevó.

Los conjurados valencianos llevaban meses ultimando los detalles del alzamiento en el Cap i casal. A finales de mayo ya habían acordado con el general Goded, comandante general de Baleares, que éste liderase el golpe en la ciudad del Turia, «pues desconfiaban del general Martínez Monje, a quién el Gobierno de la República había puesto al frente de la Tercera División Orgánica, con sede en Valencia, y de quién decían que era masón», anota el historiador. La táctica elegida era idéntica a la usada por Queipo de Llano con éxito en Sevilla. «Un militar de prestigio, arropado por el mayor número de oficiales posible, acudiría a la sede de la División para exigir al general que les entregase el mando», continúa. A partir de aquí, esperaban que, uno tras otro, los regimientos de la División se sumaran a la sublevación.

La junta de la UME en Valencia también había dejado claro, en una reunión a principios de junio en el Saler con los partidos de derecha, que «los militares iban a llevar el peso del golpe», relata Mainar. Cuenta que a pesar de que «los elementos más jóvenes y exaltados» del gran partido conservador local, la Derecha Regional Valenciana (DRV) «se habían decantado totalmente por el golpe», esta trama civil «no era tan importante como se piensa, ya que fue una especie de ´globo´» que llegó a ofrecer hasta 50.000 hombres armados para respaldar el golpe. Toda una quimera, pues aunque llevaban varios meses —desde que la coalición del Frente Popular ganó las elecciones en febrero—, «intentando recaudar dinero para comprar armas, la realidad es que no encontraron mucha colaboración», revela Mainar.

Falange «alza la liebre» en Unión Radio

La fecha y hora elegida para que Goded entrase en Capitanía y depusiese a Martínez Monje fue el domingo 19 de julio a las 11 de la mañana. Pero una cosa son los planes y otra llevarlos a la práctica. Todo empezó a torcerse cuando la noche del sábado 11 de julio un grupo de entusiastas falangistas ocuparon pistola en mano —unas armas que luego resultaron ser de madera— la emisora Unión Radio Valencia, en la calle Juan de Austria. En horario de máxima audiencia lanzaron una proclama en la que anunciaban que «dentro de unos días saldrá a la calle la revolución nacionalsindicalista».

El atrevido golpe de mano de Falange, que provocaría al día siguiente una multitudinaria manifestación de protesta del Frente Popular, describe Mainar, «enfadó mucho a los militares que urdían la sublevación, pues puso sobre aviso a las autoridades y a los movimientos obreros». De hecho, cuando llega el 18 de julio, añade, «la mayoría de miembros de la UME en Valencia y sus enlaces con los cuarteles ya habían sido detenidos o estaban vigilados, lo que dificultaba la capacidad de maniobra de los conjurados».

Pero, sin duda, el gran contratiempo fue que a pocas jornadas del Día D Goded se negó a sublevar la guarnición de Valencia y reclamó la IV División, que con sede en Barcelona era «mucho más importante». Compuestos y sin líder, los sublevados valencianos viajan a Madrid para pedir al general González Carrasco, el elegido inicialmente por el general Mola para asumir el levantamiento en Barcelona, que tome el mando de la operación. El historiador explica que González Carrasco, que «era una persona ya mayor», tenía 59 años, dolido e indignado por el cambio, rechazó el nuevo cometido. Sin embargo, «Después de muchas dudas, acepta sublevar la Tercera División» y llega a Valencia en coche el mismo 18 de julio.

La vigilancia a que estaban sometidos los conspiradores obliga a que el general y el líder y fundador de la UME, el comandante Barba, que pocos meses antes había sido trasladado a Valencia, tengan que ir precipitadamente de casa en casa para evitar su detención, «llegando a esconderse hasta en cinco domicilios diferentes».

Indefinición en los cuarteles

Mientras tanto, Martínez Monje ordena el acuartelamiento de las tropas y proclama a través de los periódicos que la tranquilidad reina en los cuarteles, cosa que dista de ser real. De los cuatro regimientos acantonados en Valencia —los de Infantería Otumba 9 y Guadalajara 10, el Lusitania 8 de Caballería y el Quinto Ligero de Artillería— sólo el coronel del Otumba, Velasco Echave, muestra su adhesión al Gobierno, el resto decide permanecer a la espera.

La ciudad parece vivir ajena al ruido de sables, pues ese mismo sábado 18 por la noche aún se celebran las verbenas de la Feria de Julio. Sin embargo, la mañana del domingo 19 iba a ser la última en que se escucha misa en las iglesias de Valencia. El poder central había saltado en pedazos ante la rebelión militar. Mainar alude a un informe del cónsul británico en Valencia que relata que el gobernador civil, el periodista Braulio Solsona, «carecía de poder más allá de la puerta de su despacho».

«Este vacío—prosigue— lo asumen los sindicatos», especialmente la CNT y UGT, que proclaman esa misma noche del sábado una huelga indefinida pese a las llamadas a la calma, dando lugar a un comité de huelga que a los pocos días acabaría constituyéndose en un revolucionario Comité Ejecutivo Popular (CEP) que asumiría el poder real. El domingo, las barricadas y milicias populares armadas ya empiezan a tomar las calles y esa misma noche se desata el odio religioso con el incendio de la iglesia de los Santos Juanes. Dos días después, el martes 21, habían sido incendiados la práctica totalidad de templos y conventos de la ciudad.

«Los militares consiguen con su sublevación todo aquello que no querían, una revolución pura y dura», detalla Mainar, dando paso a la persecución, encarcelamiento y asesinatos de religiosos y personas sospechosas de ser de derechas. Un «Terror rojo» que las autoridades republicanas no pudieron frenar hasta que «el traslado del Gobierno a Valencia, en noviembre de 1936, acaba con esta revolución total».

La rendición de Goded

Con los milicianos ya en la calle, el general González Carrasco nunca llegó a Capitanía. Cuando iba a ser trasladado a la plaza de Tetuán, ya en la tarde del domingo 19, dio marcha atrás. «Lo que más influyó en su decisión fue escuchar el mensaje de rendición de Goded por la radio, cuando oyó aquellas palabras se puede decir que el golpe en Valencia había fracasado totalmente». Años después el general, que tras lograr huir a zona sublevada fue condenado a 8 años de prisión por su espantada en Valencia, se escudó en que cuando quiso saber cuántos oficiales se había logrado reunir para que le acompañaran a Capitanía le dijeron que «sólo seis».

A este primer intento fallido de sublevar a la guarnición, según Mainar, siguieron otros cuatro, el último de ellos un plan a la desesperada para introducir en el regimiento de Caballería Lusitania 8 al general González Carrasco oculto en el carro de suministro de víveres, con el fin de dirigir la salida de las tropas a la calle. El Lusitania 8, emplazado en los cuarteles de la Alameda, era el regimiento «más aristocrático, monárquico y elitista de Valencia, con lo cual era el que albergaba más oficiales partidarios del golpe», detalla el historiador.

La insurrección, descabezada

La insurrección, aunque descabezada, seguía dentro de los cuarteles, como el Lusitania 8 y su vecino regimiento de Infantería Guadalajara 10, donde los oficiales partidarios del golpe rechazan la orden de partir a defender Madrid ante el avance de Mola. El general Martínez Monje, que según Mainar, «al ponerse al lado de la República, no facilitó en ningún momento el golpe», va cuartel por cuartel intentando convencer a los sublevados, llegando un teniente a encañonarlo con una pistola en la Sala de Banderas del Lusitania.

Las ordenes de movilización hacia el frente emitidas por el jefe de la División y por el ministro de la Guerra, el general Castellón, son desobedecidas por los sublevados, que permanecen acuartelados. Los días de incertidumbre tocan a su fin cuando en la noche del miércoles 29 de julio, el sargento Fabra aborta —tras un tiroteo en el que mueren un capitán, un teniente y un alférez— la sublevación en el cuartel de Zapadores de Paterna. Ya no había vuelta atrás y el CEP ordenó que las milicias populares, apoyadas por guardias civiles y de asalto leales a la República, tomaran los cuarteles de la Alameda en la noche del sábado 1 de agosto en busca de armas para la revolución.

La sublevación queda apagada al mediodía del domingo 2 de agosto, cuando tras una larga noche de tiroteos, un oficial del Lusitania afín a la República, el alférez Alba, abrió las puertas del regimiento, el último reducto de los sublevados en Valencia. «La mayoría de los oficiales son capturados y condenados a muerte, otros logran escapar mezclados entre los asaltantes tras vestirse de paisano e incluso algunos se declaran republicanos para luego pasarse a las fuerzas de Franco cuando son enviados al frente de Teruel», dice Mainar.

En el juicio que los tribunales populares iniciaron el 10 de septiembre de 1936 por la «rebelión militar» del regimiento Lusitania 8 se procesó a 2 tenientes coroneles, 7 capitanes, 3 tenientes y otros 30 oficiales y civiles que se habían introducido en el cuartel para sumarse a los sublevados. La vista concluyó con siete condenas a muerte —cuatro militares y tres civiles—, pues la mayoría de procesados habían sido víctimas de varias «sacas» registradas en el barco prisión «Legazpi» en los últimos días de agosto, en las que fueron asesinados extrajudicialmente 46 oficiales.