La garantía de los derechos ciudadanos mejora mucho con los sistemas políticos democráticos. Aunque no tenga que ser necesariamente así, porque la democracia es un sistema de gobierno que debe expresar la voluntad mayoritaria; y tanto la mayoría del pueblo como los representantes de esa mayoría, pueden vivir las mismas tendencias despóticas que los dirigentes autoritarios. Por ello, a veces no es así. Hace años que publiqué estudios de cómo en los últimos veinticinco años hemos eliminado no pocos de los controles que el Derecho Administrativo había ido creando durante un siglo para evitar la arbitrariedad del Poder, lo que condujo, por supuesto que sin pretenderlo, a la elevación de los niveles de corrupción. Voy a tratar aquí de otra materia en que, con la democracia, no sólo no progresamos, sino que dimos pasos hacia atrás.

La justicia penal se estructura desde muy antiguo en dos fases principales, la de Instrucción y la de Juicio. La primera se canalizaba a través de un instrumento llamado Sumario, comprensivo de todas las actuaciones encaminadas a preparar el juicio indagando las responsabilidades penales y civiles así como las circunstancias del caso (299 LECr). Siendo fundamental en este período sumarial, desde el punto de vista de las garantías ciudadanas, el llamado Auto de procesamiento, que colocaba al acusado en una situación especial, gozando aun de la presunción de inocencia, pero sometido ya a la actividad inquisidora de los Tribunales. Y porque tenía esas importantes consecuencias, no se dictaba —ni mucho menos automáticamente— al inicio de las diligencias sumariales, sino sólo «desde que resultare del sumario algún indicio racional de criminalidad contra determinada persona» (384 LECr); lo cual no se podía hacer sin una muy seria valoración propia del Juez de Instrucción en función de los elementos que se hubieran aportado al Sumario; en la Real Orden de 5 Septiembre 1906, se leían entre otras los siguientes mandatos sobre el Auto de procesamiento: Que ha de contener «por medio de Resultandos y Considerandos los razonamientos de hecho y los fundamentos de Derecho inductivos en cada caso de la criminalidad presunta del inculpado…y que justifiquen la procedencia de declaración tan trascendente para la honra del ciudadano, quien tiene indiscutible derecho a encontrar en los Tribunales…refugio y seguro amparo contra las malevolencias de la pasión unas veces, y otras, acaso, contra las exaltaciones circunstanciales de las insidias de las luchas políticas», precediendo «siempre un razonamiento detenido que... permita no solo abonar la justicia del acuerdo, sino la posibilidad de parte del agraciado de ejercitar debidamente los recursos….»

El Sumario y, especialmente, el Auto de procesamiento, tenían algunas de las características de los «antejuicios», que eran preceptivos para encausar a Jueces y Magistrados (757 y siguientes de la LECr antes de 1980), y también de esas Vistas previas que nos muestra el cine americano, en las que se decide la continuación o cierre de las actuaciones iniciadas.

Esta era la situación que fue modificada por la Ley Orgánica 7/1988 de 28 de Diciembre, gobernando Felipe González; con la sin duda buena intención de agilizar la administración de la justicia, se crearon los llamados »procedimientos abreviados» para delitos castigados con penas no superiores a nueve años, que seguramente son bastante más del 90% de las causas penales que se tramitan, comprendiéndose aquí los delitos económicos y patrimoniales, malversaciones, cohechos, tráficos de influencias….. Y en estas causas, es decir, en casi todas, ya no existe el Sumario, que es sustituido por unas denominadas «Diligencias Previas» (774 y siguientes LECr) que normalmente comienzan con la declaración de la persona denunciada, previa citación del Juez, citación con la que se oficializa su condición de «imputado». Es así que, sin ningún tipo de contradicción, ciudadanos con frecuencia honorables que han tenido la desgracia de contar con enemigos rencorosos o frívolos o buscadores de compensaciones, entran en esa situación de «imputado» que es la equivalente a la antigua de «procesado»; desde entonces se le pueden exigir fianzas, y practicar embargos de bienes, para responder de las eventuales responsabilidades que en su día se declaren (589 y siguientes LECr), lo cual, según los casos, puede suponer la ruina de su actividad económica o profesional; y esa posición de acusado vergonzante, que habitualmente le crea la deshonra en la opinión pública, pese al deseo ingenuo del legislador de 1988, no es breve ni se le abrevia, sino que fácilmente dura cinco o diez años hasta que se llega a juicio oral; tal como está el sistema legal en este momento, si usted recurre ante la Audiencia Provincial contra esas Resoluciones de imputación o conexas, o contra la negativa a sus peticiones de archivo, la Audiencia le contesta con párrafos sustancialmente estandarizados, haciendo referencia a que sus argumentos podrá exponerlos con plenitud de garantías en el juicio oral, cuando se abra, porque las «diligencias previas» de los «procedimientos abreviados» lo son para «averiguar» y preparar el juicio posterior.

En algunos casos y a ciertos efectos, el propio legislador ha tomado conciencia de esta degradación de las garantías del justiciable y del «abaratamiento» de los Autos de imputación que antes lo eran de procesamiento; y es por ello, por ejemplo, por lo que en la clásica normativa de contratos del Estado, se privaba de capacidad para contratar con la Administración a las personas «procesadas» (art. 4 Texto articulado de 8.4.1965); mientras que ahora esa incapacidad ya se establece solo para los «condenados mediante sentencia firme» (49,1,a, Ley 30/2007). Simultáneamente se ha producido otro cambio que agrava más las cosas; me refiero a la prisión provisional, anterior al juicio y por consiguiente a la condena o absolución.

Durante el Régimen autoritario anterior, antes de que un ciudadano fuere condenado, para ser objeto de prisión provisional, tendríamos que estar ante un delito grave, con solo tres posibles excepciones: una las alteraciones del orden público y mientras durara la alteración; otra la de acciones contra el Gobierno; y una tercera, en caso de delitos no graves, por razones especiales que apreciare el Juez cuando el acusado no prestare la fianza que se le hubiera pedido para asegurar que no huye de la Justicia (503 LECr).

Los Gobiernos de la Transición, eliminamos las causas singulares relacionadas con la paz y el orden; pero en cambio, comoquiera que en aquellos años de crisis económica y política, mucha gente atribuía al naciente sistema democrático un incremento de la delincuencia, y se comentaba con frecuencia que los autores de atracos nocturnos a domicilios podían repetir sus delitos en días sucesivos mientras permanecían libres en espera de ser juzgados, añadimos entre las posibles causas de prisión provisional para delitos menos graves, las de «alarma social» y «frecuencia con la que se cometen en el lugar hechos análogos»; para nosotros estaba claro el sentido muy restrictivo de la puerta que abríamos; pero ese boquete fue luego considerablemente ensanchado por la aplicación de normas posteriores, también insuficientemente definidas, que permiten utilitariamente la prisión provisional para evitar un riesgo de fuga racionalmente fundado, o un peligro concreto y fundado de ocultación, destrucción o alteración de pruebas.

No fue solución que las propias leyes hayan establecido una voluntad restrictiva, ni que el Tribunal Constitucional consagrara con mucho énfasis la excepcionalidad de la medida ante el carácter de derecho fundamental que tiene la libertad personal. No lo fue porque, la discrecionalidad de los poderes atribuidos al Juez; más la ambigüedad de las normas; más las comprensibles debilidades humanas como el afán de notoriedad o las patologías justicieras; más las presiones mediáticas que a veces son subproducto de la imprescindible libertad de expresión…, conducen a que los Jueces de Instrucción, generalmente pertenecientes a los niveles inferiores de la Magistratura, tengan mucho más poder personal no sólo que sus antecesores de la dictadura, sino también que los más Altos Tribunales de hoy; y exigen a los Instructores un derroche de virtud para no verse arrastrados a posiciones indebidas, lo cual es inadecuado en regímenes democráticos que, como el nuestro, buscan garantizar los derechos humanos.