Con gran asistencia de fieles celebró el arzobispo Osoro en la catedral, el pasado domingo, la misa vespertina por el «no a la guerra» en el conflicto que está sufriendo Siria. Acto central de la jornada de ayuno y oración promovida por el papa Francisco en todo el mundo católico a este fin, bajo el lema de «Dios no lo quiere»; y a la misma hora que tenía lugar en la plaza de San Pedro de Roma abarrotada de pública con la intervención del mismo pontífice. Pero ¿habrá servido de algo ante el firme propósito del presidente norteamericano Obama de intervenir aún sin contar con el apoyo de la ONU? Tuve ocasión de escuchar más de una opinión negativa de los asistentes a la finalización del acto, si bien alabando la iniciativa del papa por su valor simbólico.

Yo aún recuerdo una iniciativa similar de Juan Pablo II diez años atrás con motivo de la celebración anual de la Jornada Mundial de la Paz, que siempre se reduce también a la práctica del ayuno y la oración. Y reconocía entonces el papa que, a pesar de venir celebrándose tal jornada desde su institución en 1968 por Pablo VI, poco se había avanzado en el tema. Más bien empeorado, recordando los sucesivos conflictos de Kosovo, Afganistán e Irak. «¿Es que el mundo no quiere la paz?», se preguntaba, «¿O es que el hombre se ha abandonado al fatalismo como si la paz fuera un ideal inalcanzable?» Y él mismo respondía: «Nadie se atrevería a afirmarlo; pero lo que sucede es que la paz verdadera no se consigue sin una educación de la paz. Una educación personal que se lleva a cabo en el interior de la conciencia de cada individuo con esfuerzo y sacrificio».

Pues esta misma línea de doctrina es la que el arzobispo de Valencia siguió en su firme y clara homilía del acto. Una educación para la paz que por él pasa por considerar «al otro», como a un hermano; lo que realmente somos porque todos somos hijos de Dios. Y con un hermano se habla, se entrevista, se pacta… E invitaba a los asistentes a hacer ejercicio de esta consideración en casa con la familia, en el trabajo con los compañeros, en cualquier relación humana. Tarea nada fácil si tenemos en cuenta que vivimos y toleramos los tiempos más violentos que jamás ha habido. Por los avances técnicos y sofisticación de las armas destructivas, y la implantación de una cultura global de la violencia y la corrupción.

Pero es que el «no a la guerra» y el «Dios no lo quiere» no es ese pacifismo cómodo del que se puede alardear en la calle. Sino el resultado de una cotidiana lucha interior que cada uno debe mantener contra los propios instintos y ambiciones que le inducen al odio y la venganza, hasta conseguir que aflore la bondad individual y el amor a los demás. Este es el tesoro que hemos de conseguir y guardar en nuestro corazón, en palabras del arzobispo Osoro. Y lo que, por otra parte, cantaba el gran poeta sevillano, Antonio Machado, en uno de sus versos: «Yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas».