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Crisis

"Si algún cazador no se come lo que caza, los nenes comerían mejor"

Una familia valenciana necesitada, con 5,08 euros en casa y el banco, recibe conejos, liebres, jabalíes y ciervos tras pedir en internet las piezas abatidas no aprovechadas

"Si algún cazador no se come lo que caza, los nenes comerían mejor"

En los cuentos felices, sus protagonistas comen perdices. En esta historia „nada dichosa„ engullen conejos, liebres, patas de jabalí, ciervos, gamos y tordos.

El «Érase una vez» de este cuento real empezó con un anuncio colgado en internet: «Hola, somos una familia que estamos en paro y sin cobrar nada, de 30 y 36 años, con dos hijos a cargo de 12 y 2 añitos. Buscamos trabajo y no encontramos. Las asistentas [sociales] sólo dan leche y macarrones. Si alguien cazador no se come lo que caza, le agradecería mucho antes de tirarla que nos la diera. Toda clase de carne, porque estamos muy necesitados y así los nenes comerían mejor».

Era un anuncio a la desesperada para quienes llevan más de un año sin pagar la hipoteca y han recibido del banco el temido «nos veremos en los juzgados» que antecede a un proceso de desahucio. Para quienes llevan dos años sin pagar el agua y cuatro años sin abonar las facturas del gas. Para quienes tienen una deuda por el piso que asciende a 103.000 euros y que deben 826 euros más intereses a la Seguridad Social. Tras lanzar el SOS carnívoro y después de que un grupo de cazadores lo viera y corriera la voz, la carne regalada en forma de animales abatidos empezó a llegar a esta casa de Valencia, cercana a la Avinguda del Port, donde el timbre no funciona y sus dueños abren al visitante a la hora de comer. Qué mejor hora.

Uno llega con una bolsa del supermercado para no suponer una carga. La palabra gracias sale de la boca del matrimonio. Se les ve acostumbrados a recibir ayuda. Él, de 32 años. Ella, de 37. Viven con una hija de catorce y un niño que mañana cumple cuatro.

Lo de pedir carne de caza, la que desperdician tantos cazadores, se le ocurrió al hombre, que salía a cazar de joven con un tío y su abuelo. Más de una docena de cazadores ya les han traído animales. Él enseña los que tiene en este momento. Una liebre y un conejo en la nevera. En el congelador, siete u ocho conejos. Preparado ya en una olla, un humilde guiso con carne de jabalí regalada. Y en una fiambrera, arroz con liebre cazada por un donante y con alcachofas. La verdura es del campo que en Albal les han prestado a sus padres, que viven en un piso del ayuntamiento sin pagar ni alquiler social. También lo están pasando mal.

El patrimonio exiguo

Antes de llegar, el asunto de la carne „contado en El Mundo tras salir el anuncio en la revista Jara y Sedal„ parecía el más impactante. El más sobrecogedor. Pero cuando el hombre saca un pequeño monedero marrón y negro y dice «ves, aquí está todo lo que tenemos ahora mismo», la crudeza toca techo. Lo pone encima de la mesa. Son nueve monedas. Suman 3,74 euros. ¿Y en el banco?, pregunta un ingenuo. Sin pudor, muestran sus cuentas actualizadas. En La Caixa: 0,00 euros. En Bankia: 1,34 euros. En total, con el efectivo en casa y en el banco, son 5,08 euros. Dos particulares solidarios les han prometido dos ayudas, de 20 y 100 euros, que esperan en su cuenta corriente como un maná.

Pero ahora, 5,08 euros es todo su patrimonio. Porque ya pasó el tiempo en que tenían cosas. Hace seis años vendieron la moto. Hace año y medio, el coche. De las dos yeguas se deshicieron hace tiempo. También vendieron la Play de su hijo. Y canjearon por dinero todo el oro que tenían. Hasta las medallitas del bautizo y de la comunión. Todo, menos el enorme televisor que compraron tras un golpe de suerte en el negocio de los caballos hace ya muchos años.

Sin empleo desde hace años

Él, sin estudios y con una vida loca en la juventud muy ligada a su antiguo oficio de portero de discoteca, no ha trabajado con continuidad desde hace siete años. Lo máximo un mes. Y días sueltos en bares. Ella, educadora infantil con grado superior de FP, también lleva años desempleada. «He cuidado niños, personas mayores [la pobre Salvadora se les murió en casa], he limpiado casas y escaleras», cuenta. Pero no halla trabajo. Subsisten como pueden. La pensión alimenticia que el exmarido de ella le ingresa para su hija común „la de catorce años„ sirve para aliviar necesidades de su otro hijo. Qué va a hacer si no. De páginas de trueque han logrado el somier y el colchón del niño. Así marchan.

Mientras avanza la comida, hay tres cosas que sorprenden. Primero, la entereza de ambos. Sólo les asusta quedarse sin techo. «Entonces pegaría patada en el piso de un banco y nos metíamos dentro: los críos no duermen al raso, eso lo tengo claro», dice él, con la pata derecha de las gafas rota y sujetada con celo. Luego sorprende una reflexión que lanza ella. «¿Necesidades? Los niños no pasan hambre. Nosotros tampoco. Si te pones a pensar, te hacen falta muchas cosas. Pero todo son lujos. Cuando te acostumbras a vivir con lo básico, cualquier cosa „como el paquete de jamón con pan que hoy nos ha regalado el chico del bar„ te parece un extra. ¡Nos hemos acostumbrado a tan poco?!».

Y tercero, duele un detalle. Si no quieren mostrar sus rostros y dar sus nombres, explican J. y M., es por el qué dirán. «A la niña la abuchearían en el instituto, la llamarían 'muerta de hambre'. Y eso no», dice él. Dos horas después, la comida acaba. El cuento llega a su fin. Como en Caperucita Roja, el cazador es el bueno. El lobo tiene cara de crisis, paro y mala suerte. Y las caperucitas siguen con capucha. Por vergüenza.

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