Despojados de sus complementos personales, sin calcetines ni cinturón, desprovistos de cualquier elemento metálico en la vestimenta, con un aseo común al que sólo se va previa petición, una manta por abrigo y una colchoneta para aislarse del jergón de hormigón de dos metros por setenta. Unas condiciones muy duras para quien ha conducido ferraris, ha comido en los mejores restaurantes y dormido en los hoteles más exclusivos, pero las mismas, al fin y al cabo, que «disfruta» cualquier detenido que acaba con sus huesos en un calabozo de la Guardia Civil.

El elevado número (24) de arrestados en la «Operación Taula», la culminación de la primera fase de una larga y compleja investigación desarrollada por el grupo de Delitos contra la Administración de la UCO de la Guardia Civil contra la trama corrupta presuntamente coronada por Alfonso Rus -sólo por él, de momento-, obligó ayer a reservar calabozos por media provincia para dar acomodo a los detenidos que no quedaron libres antes de la noche.

Los más afortunados acabaron recalando en acuartelamientos nuevos con celdas pequeñas pero más acogedoras -Alfafar o Moncada- o reformadas -las siete del cuartel de Patraix, sede de la Comandancia de Valencia-, pero el supuesto jefe de todos ellos, el otrora todopoderoso «faraón» de la Costera, Alfonso Rus, se llevó la peor parte y acabó durmiendo en uno de los ajados calabozos del acuartelamiento de Benimaclet.

La ley de enjuiciamiento criminal prevé un plazo máximo de detención de 72 horas (salvo que el juez las prorrogue), pero obliga a que el tiempo de permanencia en dependencias policiales sea el mínimo imprescindible para concluir el atestado. Por tanto, cualquier calabozo es un habitáculo minúsculo pensado para pasar como mucho tres noches. Los de Benimaclet son de dimensiones similares a los de la Patraix -unos cinco metros cuadrados (ver gráfico)-, el espacio mínimo para albergar un camastro de hormigón -nunca hay somieres ni colchones para evitar que el detenido los pueda utilizar contra sí mismo o contra un agente-, pero con la desventaja de no haber visto una mano de pintura en años.

El último en llegar

Aunque inicialmente estaba previsto que el expresidente de la Diputación y del PPCV pasara al menos su primera noche como detenido en un calabozo del cuartel de Xàtiva, la ciudad que estuvo bajo su gobierno hegemónico como alcalde, los agentes de la UCO tuvieron que modificar sus planes porque el registro en su empresa, FDM, se prolongó más de lo esperado. Dado que los investigadores han montado su cuartel general en el cuartel de Patraix, prefirieron trasladarlo a Valencia en plena madrugada, para poder así comenzar de buena mañana y sin más dilación la ronda de declaraciones y reseñas -abrir ficha policial con toma de huellas y fotografías-.

Pero, para entonces, los siete calabozos de Patraix, remozados hace tres años, ya estaban ocupados por otros huéspedes de la «Operación Taula», así que Rus acabó durmiendo en una de las envejecidas celdas del cuartel de Benimaclet, sede la VI Zona de la Guardia Civil y donde se ubican los despachos de los máximos responsables del cuerpo en la Comunitat Valenciana.

Precisamente el mismo lugar al que regresó anoche, después de pasar por la Comandancia y ser reseñado como el resto de los 24 detenidos, que según parece no han gozado de ningún trato especial respecto de cualquier otro arrestado, más allá de la conmiseración de facilitar a alguno de ellos una botella de agua suplementaria o un cigarrillo tranquilizador para combatir los nervios en el inesperado trance.

E igual que los sospechosos que han pernoctado antes en cualquiera de esos calabozos, cenaron y comieron un plato precocinado -Interior otorgó hace años en concurso la comida a una empresa conservera española- y desayunaron un zumo de fruta con un paquete de galletas rellenas.

Los presuntos integrantes de la red que amañaba contratos a cambio de jugosas comisiones sólo pudieron elegir entre los menús que, elegidos por el azar, llegan cada mañana a los cuarteles: fabada asturiana, macarrones a la carbonara, lentejas a la jardinera, ternera con verduras, arroz a la marinera y, a veces, paella. Eso sí, ni hecha a leña, ni regada con un buen caldo de la terreta. Tan sólo una botella pequeña de agua que, en esas circunstancias, se convierte en el mejor maridaje para una comida que tiende a adherirse al esófago no por su mediocre factura, sino por la estrechez que los calabozos imprimen a algunas gargantas.