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Delitos de odio

Hasta dónde tolerar a los intolerantes

El fiscal Dolz señala que el nuevo Código Penal no atenta a la libertad de expresión, ya que lo que se persigue es aquello que la ataca: el odio

En julio de 2007 un juez ordenó el secuestro de la revista El Jueves por publicar una portada en la que aparecía una caricatura del ahora rey de España, Felipe VI, haciendo el amor con la entonces princesa Letizia. En enero de 2015, dos hombres enmascarados entraron en la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo y mataron a 12 personas. En febrero de este año, dos titiriteros fueron detenidos en Madrid tras representar una obra donde un personaje que interpretaba a un policía colocaba un cartel a unos manifestantes en los que se leía «Gora Alka-ETA». Los tres casos tienen un gen común: la libertad de expresión. ¿Debe tener límites? ¿Qué es y qué no es libertad de expresión? ¿Qué pasa cuando, bajo su paraguas, se proclaman consignas contra alguien de cierta religión, creencia o procedencia? A priori, según el Código Penal español (y muchos otros), se incurre en un delito de odio.

Un código que ha sido modificado en 2015 y descrito por muchos como reaccionario y censor, al entender que cercena la libertad de expresión en favor de la preservación del orden constitucional. Una opinión que no comparte el fiscal del Tribunal Supremo, Manuel-Jesús Dolz Lago. Sobre los orígenes, la naturaleza y la aplicación de estos delitos habla el valenciano en su artículo Oído a los delitos del odio, donde expone que estos dos conceptos «siempre se enfrentan, pero no es así».

Sujeto a interpretación

«Cuando atenta contra una minoría, cuando el móvil es racista, xenófobo, homófobo, etc., no puede estar justificado con la libertad de expresión», detalla el fiscal. Ahí es donde está el limite, aunque Dolz reconoce que, en muchas ocasiones, la línea es difusa y complicada de discernir. «Decidir si una acción es apología o no de odio depende del tribunal en cuestión; está muy sujeto a la interpretación», apunta. «El código penal no castiga las ideas, sino las demostraciones exteriores contrarias al orden democrático», detalla el fiscal valenciano.

En este difuminado campo es donde se intenta el fraude de ley, es decir, hacer pasar como una broma o una sátira una acción que atente claramente contra los derechos democráticos de igualdad y respeto. Así, no es lo mismo que un grupo de neonazis escriba una obra de teatro en la que abogan por masacrar a personas negras, que una película sobre la Segunda Guerra Mundial. Sería como decir que el oscarizado film «El Pianista» incita al nazismo.

«Hay ideologías que no pueden ampararse en la libertad de expresión porque destruyen el orden social democrático», detalla el fiscal. Quién decide qué ideología puede o no puede lo dictamina, en primera instancia, el artículo 510 del Código Penal y, en segunda, «el sentido común», apostilla Dolz.

Higiene democrática

En su estudio, Dolz repasa la construcción del delito de odio en España. Solo contando con la Inquisición y el Franquismo, el autor señala que durante la transición se hizo necesario un ejercicio de higiene, plasmado en el llamado Código Penal de la Democracia. Urgía castigar el odio.

Pero no fue hasta 1996, dos décadas después de la muerte del dictador, cuando se plasmó este castigo en el ordenamiento jurídico. «En aquella época hubo una oleada de ataques de neonazis», detalla Dolz Lago. Ahora, con la última reforma, pareciera que se han endurecido los castigos en detrimento de la libertad de expresión, «pero no puede haber libertad si no hay delito de odio», expone el autor, porque es la propia libertad el bien jurídico a proteger. En el momento en el que se crea una figura penal para defenderla, nace el delito de odio.

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