Cometió el gran error de alquilar un local a un colegio. Un colegio mixto en el Afganistán de los talibanes. Ese fue el principio del fin de su tranquilidad y la de su familia. El principio de un viaje de 5.500 kilómetros hacia una ansiada Europa con las fronteras cerradas a cal y canto.

Recibió uno, dos, hasta tres «avisos» de los talibanes en su Kandahar natal. La educación de las niñas -y menos compartiendo espacio con los varones- no está dentro de los preceptos de la Sharia como ellos la interpretan. Él tampoco lo estaba ya al dar cobijo a esta actividad. El cuarto aviso le llegó «por carta». No explica qué contenía el mensaje pero fue el último que necesitó escuchar. A partir de ahí la historia compartida por tantos y tantos refugiados que dejan sus casas, su tierra, su familia y a sus amigos. Atta Mohammad vendió su casa e inició el incierto camino junto a su mujer y a sus tres hijos, Yamil, Monir y el pequeño Osman, con parálisis cerebral.

Atta ha accedido a rememorar, una vez más, los motivos de su huida y los peores momentos del viaje. Se sabe una pieza clave para que la sociedad ponga cara a ese ingente y amorfo fenómeno de los refugiados. Se le quiebra la voz en varias ocasiones, tantas como agradece los focos que sobre él se están poniendo para que se sepa su historia, una copia con distinto acento de las 118 personas con las que convive en el Centro de Atención al Refugiado de Mislata desde aquel 11 de mayo en el que llegó a Valencia desde el campo griego de Idomeni gracias a Bomberos en Acción. Desde ese día ha sido su hogar y lo seguirá siendo hasta que su adaptación al idioma y las costumbres le permitan tener una vida independiente. No transmite nostalgia por lo que dejó atrás. «Nunca es fácil separarse de la familia, de tu padre, de tu madre pero Afganistán no era ya un lugar apropiado para vivir», traducen los intérpretes del persa en el que mejor se expresa Atta. No consideró dejar su tierra «ni cuando Afganistán estuvo en guerra con Rusia pero ahora no tuvimos más remedio». Con todo, asegura que la tierra, la patria, está «donde está la familia» y tampoco considera como «patria» a aquella «que no cumple», como en el caso de su país. «Es realmente la familia lo que se echa de menos», asegura.

Sus «ángeles» españoles

De España no sabía «nada» antes de su llegada más allá de los ecos de los dos grandes equipos de la liga española de fútbol. Real Madrid, Barça, Ronaldo, Messi… El primer contacto lo tuvo no con la tierra de la piel de toro, sino con los españoles con los que se cruzó en el campo de Idomeni y dieron la voz de alarma sobre el estado del pequeño Osman.

Ahí, se maravilló de cómo podían ser las personas. «Fue tan increíble el trato de los españoles…» asegura. A sus rescatadores los llama directamente «ángeles» y no tiene palabras de agradecimiento ni «cabezas de cordero suficientes» -para mostrar su agradecimiento, según marca la tradición de su cultura- para devolver lo que están haciendo por ellos. «Me llena de alegría cada vez que salgo a la calle y me encuentro con gente que se interesa por nosotros». Además, son muchos los voluntarios que estuvieron con ellos en aquel inhóspito páramo que, de todas partes de España, viajan «cuatro o cinco horas para venir a vernos y saber de nuestra situación. Que en un país que apenas me conoce me arropen así, me parece increíble», dice.

De su vida, su «buena vida» en el centro de refugiados poco cuenta más allá de agradecer a Dios su situación y la de sus hijos, que están felices. Los dos mayores van al colegio y reparten besos a diestro y siniestro y Osman, con una silla nueva adaptada a su situación, ha ganado peso y ha celebrado sus 7 años «hace 12 días». La única pega que pone Atta -y ni tan siquiera de forma directa- es que las normas del centro le impiden ser todo lo hospitalario que le gustaría con las visitas que recibe. Eso de no poder ofrecer una taza de té a quien tanto ha hecho por ellos le supera.

El máximo sacrificio para devolver el favor le gustaría, sin embargo, que lo hicieran sus hijos. «Ojalá mis hijos pudieran hacer de mayores lo que han hecho por nosotros, que fueran de algún grupo o voluntarios e hicieran lo mismo». De cómo está afectando el cierre de fronteras al resto de compatriotas y a otros refugiados no quiere opinar. «Es un tema del estado español», en el que no quiere entrar. Eso sí, de las cinco veces al día que reza, en todas pide por aquellos que no han corrido su misma suerte. Además, desde hace más de una semana Atta ayuna durante el día, ya que también cumple con el Ramadán.

Su día a día en el centro de Mislata es, por ahora, asistir a clases de alfabetización. Es uno de los múltiples servicios que se ofrecen en el CAR que, a día de hoy acoge a 119 personas de 17 países distintos: desde Ucrania y Armenia a Honduras, Costa de Marfil, Siria o Malí. El centro cumple este año 25 años desde su apertura en un barrio que primero les dio la espalda y ahora comparte el día a día con trabajadores y las personas que llegan para empezar una nueva vida desde cero. Lo demostraron el jueves con una jornada de puertas abiertas y varias actividades para celebrar el Día Mundial del Refugiado que se conmemora hoy.

Cama y comida, lo básico

En el CAR solucionan desde el minuto cero sus dos problemas más básicos: dónde dormir y qué comer. El Estado además les da cobertura sanitaria y educativa, como un español más a todos los efectos, aunque no pueden votar. Muchos han escapado de guerras, otros fueron perseguidos por sus ideas y otros huyeron de las mafias. Las instalaciones de Mislata cuentan con dos pisos de miniapartamentos que se estructuran según las necesidades para acoger a familias o a personas solas. Servicio de guardería, aula de informática, lavandería y un comedor donde a diario se sirven elaboraciones adaptadas a las necesidades de los seguidores del Islam.

Con lo elemental cubierto, queda tiempo para aprender el idioma y las costumbres y adaptar las capacidades laborales e informáticas. El seguimiento integral puede durar hasta dos años aunque son muchos los que en menos de uno están listos para dejar el primer sitio «seguro» al que llegaron tras sobrevivir a todo tipo de horrores. Una pequeña torre de Babel en paz.