A veces conviene empezar por el final. Antes de despedirse, cuando le preguntan la edad y responde 28, Rubén Piqueras regala una frase que hace tiempo leyó. «Ser joven es tener más ilusiones que recuerdos». Él es joven „y tímido y noble y humilde„ por edad y porque mantiene vivo el fuego prometeico de las ilusiones. Pero arrastra un recuerdo enorme. Un recuerdo que no olvida. Un recuerdo que le obligó a ir al psicólogo porque le impedía ver una boca de metro por la calle, escuchar el ruido de un convoy u oler la humedad propia del subsuelo sin sentir un ataque de ansiedad y unas ganas tremendas de llorar. Porque todo le remitía al recuerdo que ya forma parte de él y contra cuya amnesia colectiva quiere luchar: el 3 de julio de 2006.

1. Viaje de ida. Rubén llega a la estación de Jesús tras vacunar a su perra en el veterinario. Ya hace tiempo que no venía por aquí. La idea „volver a hacer el trayecto de aquel fatídico día cuyo décimo aniversario se cumple el domingo„ la redondea él: es mejor desandar el camino y empezar el viaje justo en la estación anterior: Plaza España. Fue allí donde cogió el metro con una sonrisa. Dos minutos después, se vio empapado de polvo y de recuerdos para siempre.

Hace diez años, Rubén trabajaba en una empresa de reparto de publicidad. Aquel lunes llegó al almacén a las ocho, pero la jefa envió a casa a dos de los tres equipos porque no había suficiente reparto. Con el día libre por delante, quedó con su amigo Víctor para ir al centro y buscar un disco en la Fnac. Víctor se compró el disco. De rap, cree. Los dos chavales de 18 años se fueron al metro de Plaza España para volver a su barrio, Patraix, y llegar a casa a la hora de comer.

„Bajamos las escaleras de la estación y vimos que estaba el metro con las puertas abiertas en el andén. Corrimos y entramos en la parte delantera del primer vagón. Nos quedamos de pie, porque había mucha gente, y pensamos: qué suerte, qué justo nos ha venido.

El billete lo tenía ticado a las 13.01 horas. Y a las 13.03, el tren que circulaba al doble de la velocidad permitida descarriló a la entrada de una curva. En ese primer vagón viajaban las 43 personas que murieron y las 47 que resultaron heridas. Qué suerte, pensaron Rubén y Víctor al subir en él.

„Notábamos que el tren iba muy rápido. Se escuchaban comentarios de qué rápido va esto. Empezó un traqueteo fuerte, que fue a más, y luego se produjo un bamboleo grandísimo. La gente empezó a caer. Hubo un ruido muy fuerte. Cerré los ojos, me cogí las piernas con los brazos para hacerme una pelota, y empecé a rebotar de un lado a otro mientras me caía gente encima. Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos, ponerme en pie y no ver nada. Una nube de polvo muy densa lo ocultaba todo. Ni se veía ni se escuchaba nada. Todo estaba en silencio.

Buscó a su amigo Víctor. Los dos estaban bien. Con la camiseta se taparon la nariz. Temían que el polvo fuera humo. «Era como una película o un videojuego; un shock enorme», recuerda.

Mientras lo cuenta, y tras esperar el metro en el andén, subimos en Plaza España. Es mediodía. Hay viajeros con bolsas de compra, otros van con prisa. Qué suerte, pensará alguno. Es un día normal en una estación normal. Como hace diez años. El metro arranca y pone rumbo a Jesús. Hacia la misma curva del accidente mientras Rubén tira del hilo de la memoria.

„Reunimos a la gente en la parte delantera del vagón volcado, donde más luz había. No podíamos salir. Me acerqué a la parte trasera del vagón para ver si quedaba alguien. Allí había una señora mayor, que estaba preocupada porque no encontraba su bolso. Por tranquilizarla, me agaché por si veía el bolso. Pero lo que vi fueron trozos de carne y charcos de sangre. Llamé a Víctor y él acompañó a la señora. Yo busqué martillos para romper las puertas. Por instinto, me dio por moverme. Oí cómo un hombre decía que había subido al metro con su hija. Pero que su hija no estaba. Una niña sollozaba; su madre no estaba. Me vine abajo.

Desde el interior del vagón volcado pidieron auxilio a las personas que habían logrado escapar y caminaban por el subsuelo. Cuando llegaron los bomberos, rompieron un cristal del techo y Rubén pudo salir. Caminaron por la vía y salieron por la estación. La rodilla se le hinchó y pasó dos meses con dolor físico. Nada comparado con la mella psicológica que le dejó.

„Durante medio año estuve yendo tres días a la semana al psicólogo. Al principio tenía una ansiedad muy fuerte. No podía pasar por calles donde hubiera una estación de metro. Veía un metro, aunque fuera en una foto, y me quedaba en blanco. Pasaba por un parking o una obra que despedía olor a cerrado, a húmedo o a bodega, y me venía el recuerdo del accidente hasta dejarme parado. Tardé unos cinco meses en poder volver a subir a un metro.

2. La espera. El metro avanza. Suena el «Pròxima parada, Torrent» que 21 víctimas no escucharon. Un despiste nos lleva hasta el solitario apeadero de Realón (Picassent), con el metro ya en superficie y asediado por bancales de naranjos. Una tormenta descarga lluvia ligera y desata las risas por lo estrambótico de la escena.

Su vida ha cambiado diez años después. Se independizó, vive en Mislata y trabaja en Albuixech para la empresa Stadler Rail, que construye los trenes para el metro y el tranvía de Valencia. Una paradoja. Víctor, el amigo que lo llevó a la Fnac a por un CD, es cantante de la banda de metal Nodriza y acaba de sacar su segundo disco.

Toca hacer balance. Diez años dan para mucho. Por ejemplo, dice, para «ver que te han dejado de lado. Que han querido que haya un silencio total, como si te arrojasen una manta encima para que nadie te haga caso. Que muchos se han lavado las manos. Que algunos hasta se han reído de nosotros. Y todo eso escuece», dice sin rastro de odio en la mirada ni en el tono. Pero también hay lado bueno: «Conoces a gente que apoya estas causas. Que empatiza contigo. Y eso te hace empatizar más con los otros. También aprendes que muchas veces la Justicia no es justa. Y que si tú no te mueves, no se mueven por ti».

3. Viaje de vuelta. Llega a Realón el metro de vuelta. Subimos en dirección a Jesús. Rubén reflexiona sobre la lucha que la asociación de víctimas ha mantenido durante una década. «A veces tienes la sensación de que te están tomando el pelo. Piensas: ¿Merece la pena luchar? Pero sabes que has de luchar, porque, si no, acabaríamos haciendo lo que están queriendo: rendirnos, dejar de pelear. Y no».

Tal vez por asociación de ideas le viene un recuerdo a la mente. «Tras el accidente me citaron a una reunión. Un representante de la Generalitat me dijo que estaba apoyando a las víctimas y me preguntó si necesitaba algo. Que me podía ayudar. Que me buscaba trabajo o cualquier cosa. Me levanté y me fui. No sé lo que intentaban».

Las estaciones avanzan. Uno repara en que no ha percibido la curva fatídica al empezar el recorrido. ¿Y Rubén? «Sí. La curva se nota. Y lo tienes en mente», responde.

Cuenta que nunca ha pensado qué habría pasado si no hubiera cogido aquel metro. «El cambio habría sido grande. Pero ya lo tengo integrado. No echo de menos mi vida sin el accidente. Es mi recuerdo. Si ha pasado y lo has vivido, tienes que integrarlo y hacerlo parte de tu vida. No puedes huir de ello. Ése era el problema que yo tenía al principio: que intentaba huir de aquello. Es un recuerdo que vas a tener siempre y nunca podrás olvidar».

El metro llega a las 13.06 a la estación de Jesús. Habrá pasado a las 13.03 ó 13.04 por la misma curva del accidente diez años menos tres días después. Otra casualidad.

Rubén se despide. Y es al decir la frase lapidaria „aquella de las ilusiones y los recuerdos„ cuando uno entiende lo sencillo de su lucha: Conocer la verdad. Recibir justicia. Seguir con las ilusiones. Dejar reposar los recuerdos.