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En burro, esposado y de negro hacia la horca

El arzobispo Simón López dijo del crimen: «Dios quiera que sirva de escarmiento para unos y de lección para otros»

Resulta escalofriante imaginarse la imagen por haber ocurrido en la Valencia de 1826. Con las vestimentas negras propias del ahorcado y las manos esposadas, a Gaietà Ripoll lo sacaron de la prisión de Sant Narcís (cárcel municipal para delincuentes comunes y políticos) y lo subieron a lomos de un burro. Un itinerario céntrico lo llevó por las calles Serranos y Cavallers, la Plaça del Tossal y la calle Bolseria, hasta llegar a la Plaça del Mercat. Todas las cruces e imágenes sagradas que salpicaban el recorrido fueron cubiertas con trapos negros. Los testimonios relatan la gran cantidad de gente que contempló la ejecución ante el cadalso y en los alrededores mientras increpaban al reo y lo apedreaban.

En un principio, como hereje que había sido condenado, se pidió que acabara en la hoguera. Pero ya no eran tiempos de llamas. No se atrevieron a tanto y le conmutaron la pena por el ahorcamiento. Eso sí: pintaron unas llamas simbólicas en el tonel al que cayó ahorcado el cuerpo de Gaietà Ripoll.

El ajusticiamiento provocó un revuelo. El Gobierno criticó la actuación y la prensa extranjera se hizo eco de lo que fue considerado como una salvajada extemporánea más propia de la Edad Media. El arzobispo de Valencia y creador de la Junta de Fe, Simón López García, afirmó: «Dios quiera que sirva de escarmiento para unos y de lección para otros». Los términos de su ecuación estaban equivocados: escarmentó a la Iglesia y la lección fue que el asesinato por discrepancia religiosa había quedado atrás. Aunque la Historia se empeñe en caer de nuevo en los mismos pecados.

Según los documentos a los que ha accedido Rafael Solaz y Emili Renard, a Gaietà Ripoll lo enterraron enfrente del Cementerio General de Valencia «como un perro». Hoy el callejero del cap i casal le recuerda con la recoleta Plaça del Mestre Ripoll.

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