Se llama Luz pero la rodea la oscuridad y el frío. En su casa no hay calefacción. «Nos abrigamos y parecemos esquimales. Nos ponemos dos o tres chaquetas. Nos tapamos con mantas. A veces vamos con batín. Llevamos doble o triple calcetín. Nos ponemos gorros. Guantes no, porque el pequeño se muerde las uñas. Pero aun así hace muchísimo frío», dice.

El pequeño tiene 17 años y una grave discapacidad del 69 % que ha empeorado. Su otro hijo tiene 23 y estudia en la Universidad. Ella, peruana de 51 años que llegó a la España rica de 2007, cobra 451 euros al mes como trabajadora de ayuda domiciliaria.

La palabra pobreza energética, de tan ampulosa como es, se le queda estrecha a su precaria situación. Con un detalle basta: dos litros de zumo los convierte en tres mezclándolos con agua. Si eso hace con el zumo, si dice que la sacarina cunde más que el azúcar o recuerda la vez que pilló diez kilos de patatas por un euro y se los trajo como pudo en el autobús, con la electricidad solo hay que imaginarse lo que hará.

Ninguna estufa («gasta muchísimo y no podría pagarlo»). Ningún radiador, ningún brasero. Ni soñar con una calefacción con mando. Nada de luz en el salón porque con la que llega blanca de la cocina se apañan. La tele la encendían lo justo; ahora está averiada. Solo con esa dieta eléctrica, pura anorexia de supervivencia, se entiende que sus facturas de luz sean de 26 o 28 euros. Rara es la vez que superan los 30 euros en el recibo. Es Cáritas la que le asiste muchas ocasiones en esos pagos, así como en la comida. «Y así estamos, joven», dice cada poco mientras va desgranando su situación. Da las gracias de que al menos su hijo discapacitado vaya a un centro especial sin coste para ella. Su otro hijo, que estudia Económicas, aprovecha para estudiar hasta que se va el sol. A veces pone una vela para no gastar luz si le queda trabajo tras el atardecer y está en casa. Si no anda por ahí buscando internet gratuito.

Esta noche, como tantas noches, quizá Luz se meta en la cama con una botella de agua muy caliente dentro de un calentador de tela. Para mitigar el helor de las sábanas. «Al piso no le entra el sol y hace mucho aire. Y así estamos», dice.

Ollas en la ducha

El anuncio por internet que ha escrito María José Callejo es crudo. «Necesito calentador de agua a luz, aunque sea mini, pequeño. No tengo dinero para comprarme uno y me baño con agua fría siendo invierno. Lo estoy pasando mal yo y mi madre de 64 años. Por favor, ayuda, mil gracias a todos los que me lean por lo menos. Me da igual el tamaño, de corazón, pero necesito agua caliente o caeremos enfermas».

Ninguna de las dos tiene trabajo. Han dejado una habitación que tenían en un piso compartido y acaban de llegar al piso de una conocida que les ha dejado el alquiler barato. Tiene luz, sí. Pero ningún aparato que funcione en condiciones para calentar la vivienda. Madre e hija van por casa con batines, mantas y zapatillas gruesas. «Tengo las manos heladas, que no puedo ni moverlas, y la nariz roja por el frío. Pero no tener estufa no me importa. Yo lo único que pido por favor es un calentador eléctrico de agua para podernos duchar con agua caliente», dice.

Ahora mismo se apañan calentando una olla con agua cada vez que quieren ducharse. Es la primera vez que se ve obligada a ducharse sin agua caliente. Dice que hace mucho frío «Mientras te vas duchando el agua se ha quedado tibia y tú sales congelada del baño», relata.

María José, de 24 años, está harta de no encontrar trabajo. Apenas tres meses ha trabajado limpiando y no le sale nada. Siempre le piden una experiencia que no tiene. Ojalá pudiera ser peluquera. Ella no se conforma con el «y así estamos». Antes de que le pregunten saca a colación la muerte de la anciana de Reus en un incendio doméstico ocasionado por una vela tras haberle sido cortada la luz. Es muy crítica con la situación política. «Es una vergüenza de país en el que a los que mandan les da igual que nos muramos de frío. Y si caemos enfermas, a ver cómo pagamos los medicamentos», suelta. «Solo pido agua caliente», vuelve a repetir.