Vienen de una historia de soledad y aislamiento. Arrastran un largo rosario de fracasos: familiares, personales, a veces judiciales, muchas veces de adicciones. Dicen los estudios que han sufrido el triple de acontecimientos vitales estresantes que la media. Sucesos como el divorcio, la muerte de un familiar, la encarcelación, la enfermedad personal, un despido laboral, el paro, la drogadicción, el alcoholismo, el empobrecimiento económico, el cambio de residencia, juicios, transgresiones de la ley.

La gente sin hogar triplica el índice medio de estos sucesos estresantes. «Eso los va hundiendo más, aislando más, y les hace ver la salida más lejos», explica José Antonio Manuel, responsable del programa para personas sin hogar de Cáritas.

De los que empiezan el programa Mambré y pasan por el piso de acogida, solo un 20 o 30 % acaban con el objetivo final de independizarse e insertarse en la sociedad con una vivienda y un trabajo. ¿Por qué es tan bajo el nivel? «Porque la calle engancha», suelta José Antonio. No es fácil salir de una vida tan desordenada, sin normas ni horarios, sin reglas escritas y pautas que cumplir. Una anarquía incómoda, pero anarquía al fin y al cabo. Salir de esa espiral obliga a un sobreesfuerzo. Y cuando las fuerzas están tan mermadas, cuando no hay reservas ya disponibles, cualquier esfuerzo se hace difícil.

Por ello hay personas que recaen, que no interiorizan el cambio de valores, las normas del centro, la vida en común dentro del piso de acogida. Con sus problemas, sus discusiones. «No toleran que otros les digan cómo ha de ser su vida, se resisten a los cambios porque no ven que es lo que necesitan y que han de pasar por ahí», dice José Antonio, que pide a la sociedad más comprensión.