El Mascarat, ese personaje fabuloso que nunca se sabrá si fue un bandolero, un esquivo cabecilla morisco o un joven contagiado de lepra (una leyenda lo identifica con Judas Iscariote), debió conocer la Serra de Bèrnia como la palma de la mano. Saltó por los peñascos a principios del siglo XVII. Era escurridizo. No había forma de echarle el guante. Se contaba entre los pocos que sabía el secreto de esta montaña. Conocía el Forat, la estrecha cueva de 21 metros que atraviesa la pared de piedra. Para el Mascarat era un salvoconducto (sobre todo, conducto) para escapar cuando le pisaban los talones.

Ahora, para los excursionistas, el Forat tiene categoría de octava maravilla. Conecta la Marina Alta y la Baixa. Si se traspasa tras subir por la vertiente de Benissa, se deja atrás un paisaje de umbría y, a lo lejos, queda el Montgó. Al salir de la gruta, se divisa un mar refulgente y, en el horizonte, se recortan Aitana y el Puig Campana. En el valle, brillan los plásticos de las explotaciones de nísperos de Callosa d´en Sarrià. Y también asoman urbanizaciones de Altea y las torres y rascacielos de Benidorm.

El Forat es parada obligada cuando se hace la ruta circular de Bèrnia (PR-V7), la que lleva también a esa efímera fortaleza que Felipe II ordenó construir para que su guarnición de 50 soldados sofocara las revueltas de los moriscos y mantuviera a raya a los piratas berberiscos. La diseñó el ingeniero italiano Giovanni Battista Antonelli. Se levantó en 1562. Pero, situada a 803 metros de altitud, estaba demasiado aislada. Pre sentaba, además, graves defectos de obra. En 1612 se demolió. Las ruinas del Fort de Bèrnia también evocan leyendas.

La ruta circular tiene algo más de 9 kilómetros. Se tarda en completarla entre 3 horas y media y 4. No entraña dificultad.

Los senderistas más osados gustan de, al llegar al Fort, pillar la senda que lleva a la cima. Hay que ir con tiento. Es fácil perder la senda porque se desdibuja en los pedregales y peñas. Hay alguna instalación de cadenas para que el excursionista pueda asirse y trepar con más seguridad.

Cuando se enfila la cresta, antes de coronar la cumbre, a 1.128 metros sobre el nivel del mar, se tiene la sensación de caminar sobre el espinazo de un gigante de piedra. La montaña es agreste. Y bella.

Se puede seguir más allá de la cima. El tramo de senda hasta el peñasco que se conoce como el Portitxol es asequible para senderistas. Recorrerlo es como dar pasos sobre una arista, sobre el alambre. La ruta depara también estrechos desfiladeros.

En este arranque de la cresta, se ve a excursionistas con cascos y que cargan cuerdas y material de escalada. Son previsores. Nunca se sabe si algún compañero tendrá un ataque de vértigo y habrá que asegurarlo. Además, más allá del Portitxol, la cosa se pone seria. Los dientes de sierra obligan a hacer rápeles y a escalar. Los senderistas que van a pelo es mejor que se retiren a tiempo y busquen la trocha que lleva al Forat. Ya han conquistado la cima y han hecho equilibrios en la afilada cresta. Han hollado, con un pie en cada comarca, una sierra de leyenda.