­Hay viajes largos, larguísimos. Roberto hizo el más largo de todos. Empezaba en la droga y terminaba en la calle como indigente. Tiene 45 años y se ha pasado veinte de ellos en ese trayecto que nunca llega a la última parada y cuyos compañeros son el frío, la soledad, el miedo, la inseguridad, la indiferencia. Y la vergüenza. Eso es lo que más sentía las primeras noches en la calle. Vergüenza de que lo miraran. Hasta que la perdió. Porque lo perdió todo, hasta la vergüenza.

Ese viaje, en el que pillar la dosis estaba antes que ir al entierro de un familiar o que ir a visitar a la abuela en la UVI, ese viaje en el que no había nada superior a la dosis y que anulaba sus sentimientos hasta deshumanizarlo, ha llegado a una estación que huele a última. Una casa. Un piso de acogida que presta Cáritas de forma temporal, con un año o año y medio por delante, a las personas que malviven en la calle y que gracias a este piso vuelven a tener techo y posibilidad de reengancharse a la sociedad que un buen día los ignoró en un desafecto mutuo. Proyecto Mambré, se llama.

En este piso, ubicado en el corazón del barrio valenciano de Torrefiel, viven Roberto, Juanjo y Marcos. Comparten piso y ganas de salir adelante para enterrar el pasado. Pisar ese balcón, abierto a una amplia plaza en la que va declinando el sol de la tarde, eriza la piel nada más oír la historia de Juanjo. Se pasó en la calle desde 1999 a 2005: politoxicomanía, ansiedad, episodios de violencia. Luego cumplió en la cárcel una condena de dos años. Salió, se reinsertó y logró trabajo, pero cayó en el paro. Sus fuerzas iban flaqueando. Y la tentación seguía viviendo afuera. Así regresó el alcohol, los porros, el crack, los opiáceos. Y en la primavera de 2015 Juanjo volvió a la calle. Otra vez en la espiral. Otra vez en el viaje sin rumbo ni destino ni final.

Pero esta vez fue diferente. Se presentó en Casa Caridad y le dieron albergue. Dejó las drogas. Entró en el programa Mambré hace casi un año, para formarse y crecer personalmente, y lleva seis meses en este piso autónomo que presta Cáritas. Aquel primer día en el que entró a su nueva casa, después de la calle, la cárcel, el paro, la vuelta a las drogas y el albergue asistencial, se pasó cuatro horas sentado en el balcón. Solo. Mirando al parque, a los árboles y al cielo infinito mientras empalmaba cigarrillos y dejaba volar la mente. La voz se le rompe mientras cuenta lo que sintió aquel instante. «Paz, tranquilidad, seguridad. Pensé: hoy voy a dormir tranquilo. Fue una sensación muy grata pensar que habían confiado en mí. Y me dije que quería salir de esto por la puerta grande costase lo que costase».

Cuando enseña su habitación, con un mapa de España en el cabezal, un cartel de Pobresa Zero y a Messi cerca de los pies de la cama, se le ve más contento que a quien enseña la más opulenta de las mansiones. Con un poco de suerte, dice, ya no volverá a la calle. Aconseja a quien esté en la calle que llame a esta puerta: Casa Caridad, Cáritas. Que den el primer paso para salir de la trampa callejera.

Pero ellos, los nadie, los otros, los sin nombre, no son los únicos que tienen un problema en este asunto. También, dice Juanjo, tiene un problema la sociedad. «Debería estar un poco más humanizada y sensibilizada. Es increíble que creyéndonos la especie superior seamos capaces de dejar a nuestros congéneres atrás y en la estacada. Mira: un perro no abandona a otro perro. Y las personas sí que abandonan a otras, y normalmente por cosas materiales. Estás en la calle y ellos ni te ven. Eres como una farola. Si eso es de ser humanos, que teóricamente tenemos razón y sentimientos, tú me dirás».

En el piso hay normas. No se puede llegar más tarde de las nueve de la noche entre semana; nunca más tarde de la medianoche el fin de semana. Las tareas se reparten como en un piso de estudiantes: lavar, cocinar, limpiar. La compra se hace en común con los 30 euros semanales que les dan a cada uno en el programa para gente sin hogar de Cáritas. Realizan asambleas semanales para resolver posibles discusiones o problemas de convivencia. Aunque la relación es buena, todos llevan en la espalda una carga de soledad y aislamiento que a veces complica la convivencia. Hay noches en que un voluntario o educador duerme en el piso.

Por las mañanas y por las tardes (hasta las siete) están en el taller del programa Mambré con cursos de Electricidad, Restauración de muebles, Jardinería, Cuidados Asistenciales o Servicios Externos. También trabajan sus carencias y demuestran que han dejado todas las adicciones y van cumpliendo los objetivos. El centro acoge a unas sesenta personas cada año en su recuperación personal y con vistas a su inserción sociolaboral.

Cajeros, miedo, policía

Después de unos meses de prueba en un albergue colectivo y controlado, si progresan y muestran interés pasan a este piso. Es una transición hacia su nueva vida. La que ha empezado Marcos. Tiene 37 años y aparenta más. La vida pegada al alcohol desgasta. Recuerda su primera semana en la calle. «No dormí más de seis horas juntas en toda la semana. Lo pasé bastante mal». Ahora vive en este piso. Invita a café con leche y cita algún ejemplo de lo vivido: cajeros, miedo propio y ajeno, policía, desconfianza, degradación.

A su lado, Mustafá y Salvador han venido a charlar. Ambos residen en el albergue de Casa Caridad. Salvador lo prefería, para no recaer en el alcohol. Trabajaba en la estructura, vino la crisis, se lo embargaron todo y solo le quedó el alcohol. A borbotones. Tantos que le abocaron a una orden de alejamiento de su exmujer. Acabó en la calle. Allí ha pasado ocho años. Ahora, con cama y tres comidas al día, se siente tratado como una persona. Piensa en el futuro. Como Mustafá, que da «gracias» por tener un albergue, por haber dejado atrás la soledad y la mochila que siempre iba con él al mismo sitio: a ningún lado.

La tarde avanza y ya es de noche. Roberto, que ya ha pasado por una decena de programas y centros de todo tipo, no quiere engañar a nadie. «De los que estamos aquí, igual solo uno sale. Es una desgracia, pero es así: el porcentaje es mínimo. Y aunque no lo parezca, estamos muy cerca de la calle», dice. El viaje de ida, el que los llevó de los problemas a la calle, era largo. El viaje de vuelta no lo será menos. Porque es el viaje que más cuesta: el que lleva al interior de uno mismo; el que conduce, de nuevo, a la sociedad.