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Vidas robadas

La última discusión de una pareja rota

La última discusión de una pareja rota

Ha pasado casi un año, pero el intenso dolor y la incredulidad persisten. Emilio Benítez (77 años) degolló a su esposa, María Santos (73) con un cuchillo de cocina durante una feroz pelea en la que ella se defendió hasta el final. Eran las once y media de la noche del 21 de enero de 2016, recién empezado el año. Ocurrió en el domicilio conyugal, en el valenciano barrio de Ayora. Habían acabado de cenar y entre ambos se desencadenó la enésima discusión, esas riñas que se habían vuelto la rutina diaria en el último año y que los vecinos no podían evitar escuchar un día sí y al otro también. No hay caso penal porque el autor, Emilio, se quitó la vida tras asesinar a su esposa. Y, pese a que la mano asesina era el marido de la víctima, el caso no contiene los elementos puros de la violencia machista, ésa que trata de combatir la ley integral de violencia sobre la mujer.

Emilio se llevó la vida de María y dejó destrozadas las de sus dos hijas, Antonia, que tenía en ese momento 47 años, y Francisca, de 49. Ambas continúan defendiendo que el caso de sus padres no es el típico del maltratador que acaba con su mujer tras una vida entera de humillaciones. Están convencidas de que la insoportable convivencia entre ambos se volvió negra a fuerza de enfermedad.

Aseguran que jamás hubo vejaciones, ni aislamiento de María, ni coacciones, ni humillaciones. Tenía su grupo de amigas y Emilio jamás le prohibió salir con ellas. El machismo reinaba en casa, sí, pero por ambos integrantes de la pareja, como en la inmensa mayoría de hogares con progenitores mayores, con ese pensamiento de prevalencia del hombre asentado por la educación que impregnó a las gentes que crecieron y se formaron en la España de los años 40, 50 y 60.

Emilio llevaba casi dos décadas jubilado. El carácter se le había ido agriando a fuerza de «sentirse inútil», recuerda Ana Tirado, vecina del matrimonio y la mejor amiga de María. Ésta incluso la tenía por su «hermana». Las dos parejas salían de vez en cuando. Las dos mujeres, con frecuencia. «Nos íbamos solas o con un grupo de amigas a tomar café cada dos por tres. Y me consta que él jamás se opuso. Al contrario», rememora Ana, que en su condición de casi hermana era la única que, junto con la hija de María, tenía llaves del piso.

Ana explica que «Emilio llevaba mal verse cada más mermado, como decía él. Lo peor fue cuando los médicos ya no le dejaron conducir. Tenían un campito en Turís y eso era un desahogo para él. Desde que no conducía, ya no tenía la libertad de ir cuando le apetecía y eso fue duro para él».

El último año

María le confesaba su hartazgo, la frecuencia de las discusiones. Cada vez más subidas de tono, en las que uno y otra gritaban hasta traspasar las paredes de la finca. Las hijas, sobre todo la que vivía más cerca de sus padres y se ocupaba de ellos a todas horas, trataron de intervenir, de cortar de raíz el sufrimiento y la frustración por ambas partes.

Llegaron a hablar con abogados para negociar la separación de sus padres. Pero los dos se opusieron frontalmente. Incluso responsabilizándolas de lo que sufriesen a continuación. Se negaron de tal modo que las hijas no pudieron seguir adelante.

El otro frente fue llevarles al médico. María sufría una depresión y recibió tratamiento para paliarla. Emilio llevaba casi dos años padeciendo microinfartos cerebrales, así que también estaba medicado. Esos fallos cerebrales le conducían cada vez más deprisa hacia la demencia senil. Quedarse sin carné de conducir fue sólo una de las consecuencias. Los olvidos, los enfados, las desconfianzas... El carácter se le acabó amargando y las discusiones se multiplicaron por mil en el último año. El caldo de cultivo de lo que pasaría más tarde y que nadie pudo prever a tiempo.

Ni a la familia, ni a los vecinos se les pasó jamás por la cabeza el asesinato como resultado final de esa tensa y áspera convivencia. Como mucho, las hijas le advertían a María de que tratase de no discutir con Emilio, preocupadas por la diferencia física entre ambos. Él, un hombre alto y corpulento (1,77 metros de estatura y 94 kilos de peso), y ella, una mujer menuda (1,53 y 50 kilos). No les faltaba razón: los forenses concluyeron que esa fue la clave del homicidio. «La diferencia física entre ella y su marido le dejó pocas oportunidades de supervivencia», concluye el atestado policial basado en el informe de las autopsias.

No hubo agresiones anteriores

No sólo las hijas, también sus amigas, saben que no hubo nunca antes una agresión física. Unas y otras están convencidas de que el deterioro psicológico de Emilio fue lo que desencadenó el homicidio y posterior suicidio aquella noche de San Vicente. Tanto es así, que las hijas decidieron que ambos fuesen enterrados juntos. «Jamás lo hubiésemos permitido si él hubiese sido un maltratador. Nunca la habríamos enterrado con él», defiende una de ellas.

Quizás por ello la situación es aún más difícil de digerir y el sentimiento de culpabilidad, más complicado de combatir. Incluso con la ayuda psicológica que persiste once meses después. Y que continuará muchos meses más, porque no tienen a quien odiar.

Las dos hijas han tratado de seguir con sus vidas, de mantener vivo el recuerdo de esos padres tal y como eran cuando ellas aún estaban en casa. Incluso en los años siguientes, cuando iniciaron sus propias vidas. El carácter alegre y definido de ella, que no se arrugaba ante nada; la forma de ser tranquila de él. Pero se hace cuesta arriba. Tanto, que la menor ni siquiera ha vuelto a pisar la finca donde vivían Emilio y María. Es fácil de entender cuando además se sabe que fue ella quien los encontró aquella mañana del 22 de enero.

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