Primero inquietan los titulares. El mayor desierto demográfico de Europa tras la zona ártica de Escandinavia. El territorio más desestructurado del Viejo Continente. El feudo español de la despoblación. El primer caso ibérico de demotanasia. Un éxodo humano transmutado en metástasis de la desolación. Un etnocidio silencioso. Una zona biológicamente muerta y condenada a su inmediata extinción. La Laponia del sur. El vacío.

Después estremece el contexto. Si el distrito hongkonés de Mongkok acumula 130.000 habitantes por kilómetro cuadrado, Manila acaricia los 43.000, Manhattan supera los 27.000, Barcelona rebasa los 15.000, la provincia de Madrid sobrepasa los 800 y el conjunto de España conserva una media de 92 humanos por kilómetro cuadrado, este vastísimo territorio incrustado en la periferia de cinco comunidades españolas, que se extiende por diez provincias y agrupa a 1.355 municipios, esta tierra donde el silencio cabalga montañas y las voces infantiles quedaron afónicas el siglo pasado tiene una densidad media de solo 7,34 habitantes por kilómetro cuadrado. Igual que la gélida y boreal Laponia. Menos de ocho personas por cada 140 campos de fútbol. Imagine todo Mónaco: con dicha densidad allí vivirían dieciséis ciudadanos. Imagine la Ciudad del Vaticano: allí habitarían cuatro.

Pero ni los titulares ni su correlato explicativo. Nada golpea con tanta fuerza ni rasga las entrañas tan a fondo como llegar a la apartada aldea valenciana de Arroyo Cerezo „diez habitantes en invierno„ y ver como, al grito de Vicente, sale Vicente Lázaro con paso lento y vacilante de entre la penumbra de su casa.

El pelo blanco demasiado largo y revuelto, una barba de varios días que puntea y desaliña el rostro, una simple cuerda que ciñe el pantalón a sus enjutas carnes haciendo las veces de austero cinturón. El olor de quien nunca espera visita lo precede y excita a las moscas que revolotean a su alrededor. Es pastor, igual que su hermano Tomás. Ambos comparten casa, aldea y vida; nunca se casaron. Tiene 80 años: los suficientes como para haber presenciado el goteo constante de puertas que se cerraron para siempre, de campos que nadie volvió a trabajar, de paisajes que se han ido degradando. Vive en el techo poblado de la Comunitat Valenciana, la última aldea lindando ya con tierras manchegas y turolenses, a 1.340 metros de altitud y con temperaturas que han alcanzado los veintiún grados bajo cero en invierno. Un frío propio de Siberia que obliga a dejar el grifo abierto durante la noche para que no se congelen las cañerías.

Desconcierta que su casa no tenga número en la fachada, aunque también resulta difícil imaginar a alguien interesado en mandar una carta a esta choza que carece de agua corriente y malvive con una bombilla transparente que el tiempo ha opacado. A Vicente, hombre de pocas palabras y con una boca desacostumbrada a parlotear, no se le oyen lamentos ni quejidos. Nada por lo que protestar. Yo aquí estoy muy bien, dice. ¿Más gente para qué, para reñir más? Los sitios grandes son más pesados: hay más personas, más inconvenientes. Se vive mejor aquí, llanico, que subiendo seis pisos, replica antes de volver al interior oscuro de su guarida en esta aldea de Castielfabib donde cuarenta y dos farolas led mitigan las tinieblas cada anochecer. Salen a cuatro farolas por barba. Seguramente nunca haga falta renovarlas. Esta aldea que llegó a 265 habitantes puede quedar despoblada en veinte años, barrunta Concha Tormo mientras acompaña al forastero a casa de Josefina Ros, casi la última del lugar.

Decir que Josefina abre la puerta sería mentir: aquí las puertas están casi siempre abiertas. ¿A quién cerrarlas si no pasa nadie? La pronunciada curvatura de su espalda, las viejas botas varoniles rotas por la puntera y unas manos grandes, duras, encalladas y con anchas uñas son su digna tarjeta de visita. De qué otro modo habrían de ser las manos y la espalda de esta aguerrida mujer de 77 años que nació en Castielfabib; que a los nueve años emigró a casa de unos familiares en Sabadell para trabajar en un telar y de costurera mañana, tarde y a veces noche; que regresó a su tierra natal cuando sus padres envejecieron y la necesitaron; que al final se casó con Domingo, natural de Arroyo Cerezo, y se refugió en esta aldea de paisajes embaucadores para nunca ya dejar de trabajar.

Justo enfrente de su casa queda el huerto que ella misma labora. Dice que no le hace falta más. Que aunque no pueda ni imaginar una tienda en la esquina ni vea tres ratas pasar, aquí está todo cuanto necesita para ser feliz.

„Pero la gente va donde le dan la teta, y esto me parece que no tiene futuro. No sé qué futuro puede haber aquí „interroga al aire.

La pregunta es compartida en este desierto con almas bautizado como Serranía Celtibérica que se expande por 65.000 kilómetros cuadrados de Soria, Teruel, Guadalajara, Cuenca, Valencia, Castelló, Zaragoza, Burgos, Segovia y La Rioja. El nombre remite a los pueblos celtas que habitaron estas tierras hace dos milenios y cuya feroz resistencia ante las legiones del Imperio romano se convirtió en leyenda. Qué futuro le aguarda.

Con un pasado aquejado de súbito alzhéimer y un presente invisible para la España urbana que la rodea, qué futuro espera a este territorio con dos millares de núcleos habitados „contando pueblos, aldeas y pedanías„ que dobla en superficie a Bélgica y triplica a Eslovenia pese a no reunir en su seno ni a medio millón de habitantes. Qué futuro acecha a esta mancha semidesértica en el mapa que concentra la mitad de los municipios españoles con menos de cien vecinos. Qué futuro para la periferia de la periferia, para las costuras de las costuras de un país que olvidó su origen rural y en el que languidecen 4.933 pueblos de menos de mil habitantes cuya suma apenas representa el 3 % de la población española. Qué futuro, qué porvenir.

Arroyo Cerezo fue el descubrimiento personal de una realidad desconocida, oculta, clandestina. Un mundo que perece a espaldas de la civilización urbana. Una tierra que grita desde su obligado silencio, que profiere un mudo alarido contra su lenta y agónica despoblación. Vicente y su orteguiana circunstancia, Josefina y sus inolvidables manos, depositaron en el periodista que iba en busca de un reportaje dominical la necesidad de emprender este viaje de 2.500 kilómetros, invernal y solitario, por la Serranía Celtibérica.

Es una humilde incursión por el corazón europeo de la despoblación más extrema para escuchar las voces y desentrañar los silencios de sus moradores. Una búsqueda de ese punto sin señalizar donde el sosiego, la naturaleza y la autenticidad humana cruzan su camino con la senda tortuosa del olvido, el desarraigo y la modernidad uniformizante. Es la encrucijada de un mundo arrastrado al borde del abismo tras haber sido anegado por la inclemente lluvia amarilla que derraman el paso del tiempo y el abandono. Una forma de vida que está apurando sus últimas fuerzas para escapar al ingrato destino que le depara el paso de una generación: sumir en el silencio lo que ahora es un quedo murmullo mecido por la nostalgia. Es la melancolía que anticipa, como un lento y triste fado, la saudade por la soledad en ciernes.