Los cochazos asoman a la puerta del restaurante asiático Gran Rong Hua de Manises. Algunos Mercedes y BMW llevan cintas de color violeta. Hay boda. Se casan los Qiu, una pareja de veinteañeros chinos afincados en la Comunitat Valenciana y que regentan una red de panaderías en Sagunt, Onda, Vila-real y otras poblaciones. ¿Cómo es una boda china? Con esa pregunta sube uno los peldaños que conducen al enorme salón. La primera diferencia, nada más llegar a mano izquierda, tiene forma de sobre rojo. Dos personas detrás de una pequeña mesa, como escribanos que van pasando lista y anotando quién cumple con la tradición, recogen los sobres rojos que entregan los invitados a medida que van llegando al convite. Dentro está el dinero de la estrena a los novios. No se hace mediante un ingreso en una aséptica cuenta corriente. Se entrega en sobre rojo, bien identificado para que los destinatarios sepan quién ha entregado cuánto.

Todos miran al de la libreta y al fotógrafo. Son los únicos españoles, salvo algún camarero, de todo el salón. Y eso llama la atención: no hay ningún invitado sin rasgos orientales en la boda. A eso se refieren los expertos cuando hablan de la lenta integración de la comunidad china en España. Pero siempre hay gente cercana, simpática y abierta. Como Nico Qiu. Es importador mayorista de producto multiprecio y primo del novio. ¿Por qué la boda es un jueves por la noche? «Muchos chinos se casan el día que se conocieron, el día de su cumpleaños o un día especial para ellos, sin importar si es fin de semana o no», cuenta. ¿Y no es porque los fines de semana muchos chinos atienden sus restaurantes y no pueden permitirse librar? Nico Qiu esboza una sonrisa. Eso era antes, dice. Pero la inmigración china ha cambiado. Son una minoría los propietarios de restaurantes. Su actividad se ha diversificado. Hoy controlan muchos negocios en los que no están detrás del mostrador. Negocios que en apariencia no son chinos, pero en los que hay un jefe chino. Y si es jueves, mañana todos trabajan o van a clase: no hay barra libre contratada. Habrá alegría, pero no desparrame. Otra diferencia.

Dentro del salón, la música es occidental. Hay un speaker que no para de animar el cotarro, todo locutado en chino, mientras una pantalla gigante reproduce fotos de los novios. Un book enorme, larguísimo, muy trabajado. Fotos junto a molinos de viento de Castilla. Junto a la Ciutat de les Arts i les Ciències. Besándose. Lo típico.

Todo lo mira desde su silla la abuela del novio. Con un traje con motivos tradicionales, es de las pocas personas que ha viajado desde China para la boda. Viene de Zhejiang, la provincia de la que proceden tres de cada cuatro chinos asentados en la C. Valenciana. En Zhejiang, del tamaño de Castilla y León en un país 19 veces más grande que España, llevan desde los años veinte con una cultura migrante que afecta a todas las clases sociales y da prestigio. Piénselo: casi todos los chinos que ha visto en su vida son de una única y pequeña región. Es como conocer solo a canarios, si es de China, y pensar que así son todos los españoles.

Antes de que empiecen a comer, los novios ya están en el salón haciéndose fotos con todos. Faena feta no porta destorb. Los familiares más allegados llevan una insignia roja muy visible en la pechera. La ceremonia, laica, se ha celebrado a mediodía en un salón del Hotel Melià. La novia iba de rojo, el color chino de la suerte. Ahora va de blanco y lleva una corona. El novio, todo sonrisas, luce juventud sin ser consciente.

Sorprenden muchas cosas: la mesa de los novios „una más y sin toques presidencialistas„ rebosa juventud. Son amigos. Los mayores, con los mayores; los jóvenes, con los jóvenes. No haya sitios asignados: cada uno se sienta donde quiere. En general, es todo mucho más sencillo (los vestidos, por ejemplo) y menos protocolario que en una boda española.

Tras los entrantes, todos abandonan el salón. Menos la abuela y muy pocos más. Entonces, bajo un arco de flores con alfombra roja, los novios y los familiares directos se ponen en fila. Como para despedir el duelo. Y los invitados pasan, saludan y los felicitan. Vuelven a sentarse todos. El cortador de jamón serrano no para. Hay gambas, sacan bandejas de ostras, las fresas, la uva y pequeñas naranjitas decoran las mesas. Se percibe menos ansiedad por comer que en una boda española. Tres mesas, por si acaso viene alguien no esperado, están sin gente pero en ellas se sirve la misma comida que en todas. Tradición hospitalaria.

De repente, el speaker convoca a los novios. Suben al escenario. Todo se desarrolla en chino. Pero hay lenguajes universales. El novio se arrodilla: saca un anillo y se lo enfunda en la mano a la novia. Ella le pone la alianza. Él la toma por la cintura y le da dos besos. El segundo, muy de película, dura cinco segundos. El público ríe y aplaude. Luego, los novios arrojan de espaldas un ramo de flores. Una joven china, una de las seis damas que acompañan a la novia, casi se mata por cogerlo. Se levanta del suelo, entre contenta y avergonzada, y todos vuelven a su sitio.

La boda sigue. Hay mucho ruido, mucho jaleo, con el speaker y la música. El mandarín no es francés: suena más estridente. Al final se entregará un detalle a cada invitado dentro de una bolsa roja: una de ellas contiene una bandeja de bombones Ferrero Rocher, con dos cajetillas de tabaco Marlboro, dos mandarinas y una bolsa de la suerte con frutos secos. Coman, beban, rían. Pero mañana toca trabajar. Para eso vinieron de Zhejiang.