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Reportaje

Sobreviviendo a la ELA

Los afectados de Esclerosis Lateral Amiotrófica piden más recursos y más investigación para afrontar esta enfermedad - Los expertos todavía desconocen las causas - No hay cura para la parálisis muscular progresiva que provoca

Sobreviviendo a la ELA

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Sobreviviendo a la ELA Victoria Salinas

Manuel no pasaba por el mejor momento de su vida. La crisis le había pillado de lleno (encargado de obra de mediana edad directo al paro) y las preocupaciones habían crecido exponencialmente por un juicio pendiente. Pero tenía a su familia. Un día creyó que el ABS de su coche empezaba a fallar. Le costaba maniobrar con aquel maldito volante que no quería girar. Otro, empezaron a caérsele los vasos de las manos. Todo se achacó a una tendinitis que no era.

El rosario de médicos y de pruebas terminó confirmando hace año y medio el diagnóstico: Esclerosis Lateral Amiotrófica, la temida ELA. Manuel, Manolo para los amigos, se autodenomina «afectado» de ELA, no enfermo porque, como dice con una medio sonrisa en la boca, «las enfermedades tienen cura y esto no lo tiene». De la crueldad y la saña con la que esta enfermedad neurodegenerativa ataca a los afectados, debilitando poco a poco los músculos y dejando encerradas mentes en cuerpos inermes, poco sabían Manolo, Camelia, su mujer, y su hijo Alberto cuando llegó el diagnóstico. «Habíamos visto en la tele la campaña del cubo de agua helada, pero poco más», reconoce Camelia durante el desayuno.

En la visita con los neurólogos que le confirmaron las pruebas no solo le hablaron de la ELA, sino directamente de su mal pronóstico. «¡Que hiciéramos ya las últimas voluntades, nos dijeron! Estuvo fuera de lugar», dice su hijo.

Saben que la ELA, por ahora, no tiene cura, los investigadores aún intentan descubrir las causas pero eso no quita que los afectados, como Manolo y su familia, tengan esperanza en el descubrimiento de un remedio o que, al menos, su evolución, como la del físico teórico Stephen Hawking sea lenta.

Hawking es la excepción en un proceso que tiene una esperanza de vida limitada, aunque la evolución es muy dispar en función de cada persona. «Según los médicos, la suya va lenta, pero para nosotros todo es demasiado rápido», reconoce Camelia, que se ha convertido en el pilar en el que Manolo se apoya, literalmente, en su día a día.

La enfermedad aún le permite andar unos pasos, pero se fatiga con facilidad y los brazos le fallan. «Hasta aquí llego», dice en la esquina de su casa, camino de coger el autobús. Gracias a la asociación Adela puede ir a rehabilitación dos días a la semana a un precio asumible. Aunque reacio, ya tiene que recurrir a la silla de ruedas para sus desplazamientos y tienen claro que, en un tiempo, tendrán que dar el paso a la silla motorizada.

La silla ahora la empuja Camelia. Porque Camelia está siempre, por la noche para arroparle, para ayudarle a ajustarse el respirador, para levantarse, para asearle, darle el desayuno, acompañarle a rehabilitación, ayudarle a comer...; para todo. «Y aún no son 24 horas. Me puedo ir a comprar tranquila pero sabemos que eso se acabará el día que tenga que hacerse una traqueotomía para poder respirar, por ejemplo». De cuándo será eso, Manolo no quiere saber. Ha apostado por no pensar. Avisó a su rehabilitadora de que no le adelantara los pasos que iban a venir, y también al médico. «Ya lo iré averiguando por mí mismo. Para qué saber si en dos meses voy a dejar de andar del todo».

Es una manera de mantenerse cuerdo y de vivir el momento y a eso se aferra. Los planes, a corto plazo, pero con optimismo, como el viaje de este verano a Madrid. En esa parte de la enfermedad, la de encajar el golpe, también ha necesitado de ayuda. Las visitas al psicólogo han sido cruciales para desterrar el ostracismo de los primeros meses. «Se vino abajo, ahora está mucho mejor».

«Una enfermedad para ricos»

El autobús les deja en el centro. En la sala de rehabilitación huele a linimento y Elena Olmo, terapeuta ocupacional y fisioterapeuta de la Universidad Católica, le espera para hacer sus ejercicios. «Tienen que combatir la fatiga muscular que es lo peor para ellos. Tienen que estar activos», asegura.

Elena verbaliza una verdad que flota en el ambiente después de ver la ayuda continua y los cambios que han tenido que hacer en la casa y en sus vidas (baño adaptado, cama articulada, respirador, silla de ruedas...) para ir acoplándose a la realidad de la ELA. «Esto es una enfermedad para ricos». Camelia asiente. Las necesidades se van multiplicando y las ayudas son pocas. «Llegará un día en que necesitará estar acompañado las 24 horas y no nos podemos permitir contratar a varios ayudantes», asegura.

«Nuestra sanidad está enfocada a curar pero no a ayudar cuando no se puede curar», resume Elena mientras ayuda a Manolo a movilizar músculos. Estas citas semanales también suponen una motivación para salir de casa, un cambio en la rutina.

Es allí, sentado en la sala mientras Elena manipula sus brazos, cuando Manolo se entera de que un compañero de enfermedad ha muerto. Se lo habían ocultado. «No me esperaba que fuera a ser tan pronto», acierta a decir, «no quería verse con una traqueotomía o con una PEG (una sonda gástrica) para poder comer...». «Hay gente que se deja morir», añade. José Antonio Arrabal, un afectado de Alcobendas, directamente decidió irse antes de tiempo. Manolo no quiere ni pronunciarse sobre el suicidio. «Cada uno es libre de pensar lo que quiera, pero encontrar una motivación es esencial», dice.

Por la tarde, tras descansar y ponerse el respirador un rato, Manolo ha podido disfrutar de una de sus grandes pasiones: ver ganar a Rafa Nadal su décimo Roland Garros en la tele. Eso y leer (le gusta Ken Follet aunque el cambio al libro electrónico le está costando) llena sus horas hasta la cena. Hoy la pueden hacer en familia, con Alberto que estudia y trabaja al mismo tiempo.

Mientras, Camelia le corta su trozo de tortilla, aparentan normalidad ante los focos. «Nos cuesta -cuenta una azorada Camelia- pero esto lo queríamos hacer. Es nuestro grano de arena para que la gente vea esta realidad, que le puede tocar a cualquiera y se investigue más. Que como el cáncer, la ELA pueda llegar a no ser sinónimo de muerte».

«Sabemos que no hay marcha atrás y a lo mejor a mí no me llega pero sí al que viene detrás. Yo me quedo con que esto puede tener una evolución de 5, 7 u 11 años. ¿Por qué no voy a ser yo uno? Nunca se sabe. Ojalá estuviera 30 años viendo la tele».

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