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Refugiados

"Si quieres estar en Siria, has de matar; y yo no he querido"

El periplo del joven Ashraf, huido de Homs, y las persecuciones a la judía Aziza, al palestino Mohamed y al iraquí Iesa ponen rostro al Día de los Refugiados

"Si quieres estar en Siria, has de matar; y yo no he querido"

A Ashraf le piden que resuma su vida. En pocos minutos, si es posible, que en Occidente la vida va así. Ashraf se adapta, claro. No ha hecho otra cosa que adaptarse en sus 26 años de vida. Nació en Homs, Siria. La guerra civil estalló en 2011. Él, que estudiaba Energía Solar Térmica, salió de su país en 2014. ¿Por qué? Ashraf sonríe. «Hay muchas razones», intenta esbozar con la clara conciencia de que es imposible que en pocos minutos un europeo blanco entienda, entre taxis y aires acondicionados, por qué se deja todo atrás. «Yo no quería entrar en esa sucia guerra. Si quieres estar allí, has de matar. Y yo no he querido, claro», responde. Y así se echó al exilio, que aquí no es en blanco y negro, sino con móvil y redes sociales.

Ashraf pasó de Siria a Turquía. Intentó entrar en Bulgaria. «Allí me encerraron durante una semana en la cárcel y me devolvieron a Turquía», relata. Pero su meta seguía siendo Europa. A bordo de una lancha precaria se hizo a la mar. Hacia Grecia. «La policía turca nos intentó matar en el mar. Estuvimos cinco horas en el agua. Y llegamos a Grecia», dice. Pasó cinco meses allí. Y fue de los pocos con suerte en ser reasentados: lo han reubicado en España y lleva menos de un año en València. Solo. Su madre está en Irak; su padre en Siria; un hermano lo tiene en Alemania y otro, en Turquía. Cinco miembros de la familia en cinco países distintos. Al exilio se le une la diáspora familiar.

Ashraf sigue resumiendo. Dice aquello que todo periodista desea escuchar bien resumido. Que el día que se encontró en alta mar «fue como el último día de su vida» y que, luego, cuando llegó a las costas de Grecia «fue como empezar otra vida». «¿Por qué tenemos que viajar por mar si es muy peligroso?», insiste. Lo que descoloca a sus oyentes es cuando, al preguntarle sobre los refugiados, corta con una reflexión. «¿Refugiado? Es muy muy grande esa palabra. Y nadie va a saber [lo que significa] hasta tener ese nombre», zanja. Cuando habla con su familia dice que solo quieren saber si están vivos, si están bien de salud. «No pensamos en más». Él, ayudado por CEAR en València, ha conseguido el estatuto de refugiado.

Ese es el objetivo de los 1.534 solicitantes de asilo que se registraron el año pasado en la Comunitat Valenciana. El dato lo ofreció ayer Jaume Durà, coordinador valenciano de la Comissió d'Ajuda al Refugiat, en el Día internacional de los refugiados. Es el récord histórico en peticiones de asilo (destacan Venezuela y Ucrania por países) en un año en que los refugiados han vivido uno de sus años más difíciles. Otro dato lo corrobora: más de 5.098 muertos en el Mediterráneo en busca de refugio (cerca de 40.000 en lo que va de siglo) convirtieron el mare nostrum en «la ruta más peligrosa del mundo», según Durà.

El sueño de volver. Cuando entró el Estado Islámico en su ciudad irakí de Makhmur, cercana a Mosul, Iesa supo que tenía que escapar. Se marchó a Turquía, pagó a traficantes por el camino y con camiones llegó a España hace un año y dos meses. Todavía necesita intérprete. Después de doce días en Barcelona lo mandaron a València. Iesa especifica que lo ha perdido todo: en su ciudad dejó su supermercado y su coche. Solo espera que todo mejore. Su mujer y él han tenido un niño nacido ya en València: viven en un piso de CEAR y desde allí siguen las noticias de lo que sucede en su ciudad con una esperanza: «Cuando todo esté bien, volveremos: yo prefiero estar allí, cerca de mi familia».

Es un sentimiento compartido por los casi 70 millones de desplazados y refugiados que hay en todo el mundo, según cálculos de Acnur.

Familia muerta. Pero hay refugiados que ya dan por imposible volver a su origen. Aziza es judía y escapó de Libia en 2012. Los yihadistas le mataron a dos sobrinos, a dos primos y al sobrino de su hermana. «Querían matar a mi hija cuando salía de la universidad», cuenta. Y decidieron marcharse. Tiene 58 años, cuatro hijos y mucho cansancio en la mente. Necesita pastillas para dormir. «Solo quiero vivir tranquila. No puedo aguantar más», dice una mujer que conoce su destino. «Yo no puedo volver a Libia; si voy allí me matan». Se la nota angustiada todavía cuando rememora que le quemaron su casa en Libia, que a un sobrino judío lo mató otro sobrino musulmán. El horror. Aziza recalca que no espera ni subvenciones ni prestaciones sociales de España. «No quiero nada más de aquí. Solo protección y refugio. Tengo mi casa, no quiero nada más», repite.

Doble refugio. A Aziza y su familia la perseguían islamistas radicales. Mohammed, palestino y musulmán, tuvo que dejar su tierra en noviembre de 2015 por culpa del hostigamiento de Israel, según cuenta. Tiene 30 años. Dice que ha sido refugiado dos veces. Una en su tierra, en Nablús: cercada por Israel. Y ahora, tras escapar por miedo a perder la vida. Era profesor de Educación Física. Pero lo dejó todo («familia, amigos, tierra, trabajo») porque tenía un sueño. No es nada extraordinario. O sí: «Tener una vida buena, seguridad, trabajo y poder formar una familia con hijos». Y en eso está.

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