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Sol de agosto

El último charlatán de Benilloba

Ramón se lanzó a la carretera en un camión cargado de mantas por primera vez en 1953 - "Era un negocio tremendo", asegura

Ramón Pérez «El Manco» descubrió que tenía madera de charlatán en su primera salida a bordo de una furgoneta cargada de mantas. En 1953, él rondaba los 15 años y sus padres hacían equilibrios para poder pagar la 20 pesetas que costaba el alquiler de su casa de Benilloba. «Vendí mi primer lote en seguida. Me quedé tan a gusto que supe que aquella sería mi faena», cuenta. Ahora, con ochenta primaveras a sus espaldas, Ramón conserva el ojo para los negocios, la memoria de hierro, la verborrea y la guasa que cautivaba a la clientela. Es uno de los últimos protagonistas de un oficio que perdió sentido a medida que se afianzó el desarrollo económico y las empresas encontraron otros canales para dar salida a sus productos.

Cuando las cosas empezaron a salirle bien, el Manco se compró un Chevrolet. Junto a su hermano, cada uno con un camión lleno de género, solían partir de Benilloba a mediados de agosto y no regresaban hasta el día del sorteo de Navidad. El trayecto incluía paradas en un amplio listado de municipios de las provincias de Soria, Teruel, Guadalajara, Cuenca o Zaragoza, donde una población helada de frío salía a recibirles cuando el sonido de la trompeta de sereno anunciaba su llegada. Con su labia como único reclamo, Ramón sabía vender como nadie las famosas mantas de Bocairent.

Cuando uno se sienta durante más de una hora con un charlatán, la frontera entre realidad y ficción se convierte en un espejismo. Pero cuando a Ramón se le contrae el rostro recordando sus estancias en esas localidades que hoy aparecen en los medios ligadas a la epidema de la despoblación, una triste verdad se impone. «Cuando veo por la tele que no queda gente en esos pueblos, me entran ganas de llorar», confiesa El Manco, mientras señala en un mapa la ruta que tantas veces recorrió durante sus 40 años como viajante. Cella, Daroca, Calatayud, Calamocha, Sigüenza, Oncala, Molina de Aragón, Retortillo... «Me conozco mejor que nadie esa zona», presume. En aquella época, el suyo era «un negocio tremendo». «Vaciaba todos los días el camión de mantas: día sí y día no mandábamos dinero por el banco y teníamos los bolsillos llenos». La calidad del género, que en buena medida se había confecionado en las fábricas de Bocairent y Ontinyent, explicaba gran parte del éxito.

«Si estás convencido de que tus mantas son las mejores, las vendes seguro, pero si son malas y huelen a gato mojado, no hay nada que hacer», bromea Ramón. Después de horas interminables de viaje por carreteras precarias, los hermanos se adentraban ese frío territorio de la Laponia española que Paco Cerdà retrata en Los últimos. «Aquello estaba lleno por entonces, pero cada vez que volvías había menos gente: con el boom de la construcción muchos se fueron», evoca.

Lejos de quejarse de las penalidades o de los angustiosos tormentos del mantero , Ramón solo conserva buenos recuerdos entre las numerosas amistades, las juegas de una vida de tránsito continuo y las estrategias de venta infalibes que fue desarrollando con los años. En los pueblos, sabía ganarse la confianza de vecinos influyentes que le abrían las puertas de la clientela y le proporcionaban información clave para poder aparecer en el lugar adecuado en el momento justo. En su relato, se entrecruzan las comidas con guardias civiles que terminan con medio cuartel comprando mantas y los domingos en los que acompañaba a un cura por diferentes pueblos para hacer caja.

«En Molina de Aragón me compinchaba con los que iban a comprar corderos. Abría el camión lleno de mantas y aquello era un espectáculo», ríe. «A Paredes llegué cuando estaban pagando a las familias que habían expropiado por el pantano Buendía. El camión no duró nada», continúa. Siempre estaban «al loro» de cuándo había cosecha: Pérez pedía al alguacil de turno que le avisara del momento en el que se cobraban los jornales para exhibir su mercancía. Mientras tanto, él esperaba en el bar «sin prisa, porque sabía que la comida la tenía asegurada». «Bajábamos al Rincón de Ademúz cuando recogían manzanas y a Mequinenza cuando cogían el melocotón. Cuando llovía, nos íbamos adónde había setas», repasa. A veces llegaban hasta Galicia.

Los hermanos instalaron almacenes para cargar más mantas cuando se acababa el género en puntos de la ruta como Calatayud o Sigüenza, donde Ramón asegura que conoció a Félix Rodríguez de la Fuente. El Manco guarda como un tesoro las libretas de ventas. En Cella llegó a ganar 17.800 pesetas. Todo un botín. «Era un mantero, pero me trataban como si fuera un ministro: por 28 duros tenías una pensión completa, cuando por un lote de mantas te sacabas 40».

Eso sí, no le regalaban nada.«Tenías que ir todos los días a dar el callo, no como hacían muchos, que por la tarde no trabajaban». Durante la ruta, iba enviando dinero y luego saldaba cuentas con los fabricantes de mantas, a los que responsabiliza en parte del declive del negocio. «Tenías que pagarles dos veces: ganaban por las ventas y por el camión. Por eso yo decidí comprarme uno propio», rememora.

Ramón se jubiló de vendedor ambulante, pero no de charlatán. El oficio lo aprendió de su tío, padre del actor alcoiano Pep Cortés, que también se dedicaba a las subastas. Cuando ha visto algún negocio a la vista, no lo ha dejado pasar de largo, siempre haciendo uso de sus dotes de prestidigitador. Fue así como, por ejemplo, se hinchó a vender tejidos en el boom de los apartamentos de la Vila Joiosa.

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