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Análisis

La elocuente soledad de Guerra

El exvicepresidente muestra en València un perfil de unionista duro alejado del de Puig que revela la brecha sobre Cataluña en el PSOE

Alfonso Guerra, ayer, al entrar en el salón de actos de UGT-PV en València. efe/bruque

Hubo un tiempo en que el guerrismo gobernaba el PSOE y, por extensión, la vida política española. Alfonso Guerra, el hombre que dio nombre a la corriente, pasó ayer por València, por la sede de UGT-PV, donde habló de la cultura en la II República (ante el auditorio) y de Cataluña (ante los periodistas). Y estuvo solo. Casi solo. Ni uno de los miembros de la ejecutiva del PSPV se dejó caer. Entró en la Casa del Pueblo acompañado solo por el expresidente de la Generalitat Joan Lerma y dos ilustres ex de UGT, Cándido Méndez y Rafael Recuenco. A todos les salió ya la hoja roja de la vida pública. Todos están en retirada.

La soledad es coherente con la distancia del discurso de Guerra con el de Ximo Puig e incluso con el de Ferraz. El que fue poderoso vicepresidente de los gobiernos de Felipe González exhibió un discurso sobre el problema catalán que deja como moderado a Mariano Rajoy. Ha aplicado «muy tarde» el artículo 155, dijo. Lo tendría que haber hecho horas después del referéndum del 1-O. Guerra discrepó también de la idea de Pedro Sánchez de que si el Govern convoca elecciones, el 155 (la intervención de Cataluña) ya no sirve, al tiempo que atizó (verbalmente) al expresident socialista José Montilla por no desvelar su voto en el Senado sobre el mentado artículo y cuestionó el pacto de Estado propuesto por Miquel Iceta como solución («no es momento para ponerse de perfil» zanjó).

¿Por qué hay que hacer malabarismos en pos del «encaje» de Cataluña? ¿Qué pasa con el de Extremadura? Lo importante es el encaje de España. La última frase es literal y resume el pensamiento exhibido por Guerra. Lo más inquietante del discurso del exvicepresidente es que revela más de una brecha en el socialismo español: la generacional, la de aquellos que continúan cómodos en el universo de la transición y se preguntan qué aporta cambiarlo, y la pertinaz entre la España del café para todos (ahí estaría la exministra socialista que hace unos días proclamaba que jamás volvería a un restuarante donde le habían ofrecido agua de una peligrosa marca catalana) y la España «nación de naciones».

Lo más peligroso del discurso de Guerra es que, si no se alinea, al menos da argumentos a todos aquellos que han visto en el 155 la esperanza de un nuevo proyecto aún más recentralizador. En menos de una semana, dirigentes del PP en Castilla-La Mancha (José Julián Gregorio, delegado del Gobierno a la sazón), Euskadi (el exministro Alfonso Alonso) y Navarra (Ana Beltrán, presidenta del PP de aquel territorio) han comparado la situación en estas autonomías con la de Cataluña y han sugerido la posibilidad de una intervención más pronto o más tarde. «García-Page está pidiendo a gritos el artículo 155 para que sea el Estado el que enmiende la labor del Gobierno de PSOE y Podemos», afirmó el popular Gregorio. El Gobierno navarro busca lo mismo que el catalán, señaló después Beltrán: «que una minoría aplaste a una mayoría no nacionalista».

Por ahora, los populares valencianos no han ido por esos derroteros. Isabel Bonig y Juan Carlos Moragues se han mostrado algo más prudentes, a pesar de la insistencia en equiparar a Compromís con la radical CUP.

Se suponía que una solución para la cuestión catalana era una reforma territorial, pero habrá que ir a este paso con los ojos bien abiertos para ver si la consecuencia del desafío independentista es que por la puerta de atrás aparece una España más radial y jacobina. Porque, y en eso sí está acertado Guerra, que se pueda aprobar una reforma constitucional en este momento es una ensoñación.

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