La obsesión de Cristóbal Montoro para limitar el capítulo I de los presupuestos, el que cubre las nóminas, provoca situaciones que rozan el esperpento. Cuando un catedrático o profesor universitario se jubila, por ejemplo, queda terminantemente prohibido cubrir su plaza. No se debe engrosar el capítulo I. Pero la orden no cubre la necesidad. Y las universidades recurren a todo tipo de fórmulas para disponer del personal necesario.

La figura del profesor asociado, por ejemplo, se creó para permitir que grandes profesionales que tuvieran inquietud por transmitir los conocimientos adquiridos a través de la experiencia laboral, pudieran dedicar unas horas a la semana a compartir sus conocimientos con jóvenes universitarios.

Hoy, sin embargo, hay profesores asociados que trabajan en exclusiva para la universidad. Del mismo modo, hay doctores que siguen siendo becarios, una fórmula que es una auténtica contradicción en los términos.

Pero la obsesión de Montoro se impone incluso a las sentencias de los tribunales europeos que han llegado a acuñar la figura de los trabajadores universitarios que son, a todos los efectos, temporales fijos. Otro flagrante sinsentido. Los tribunales europeos han reiterado que no hay distingos entre trabajadores funcionarios con contrato fijo y empleados públicos con cualquier otra fórmula de vinculación laboral. Si se prescinde de los servicios de un interino que ha trabajado durante años en un determinado puesto público, un juez tras otro establecen que se debe indemnizar a ese trabajador.

Por esa razón, cuando se anuncian grandes ofertas de empleo público cabe sospechar que están viciadas en origen y que primarán la contratación indefinida de los trabajadores temporales que ya cubren determinado puesto. Ceder una plaza a un advenedizo y deshacerse de quién la venía ocupando, representa una doble factura: sueldo e indemnización.