Durante 2017, un agente de la ley se quitó la vida cada ocho días. Fueron 46 en un año, tres en la Comunitat Valenciana. El aumento de casos -este sector profesional registra una tasa que duplica la de cualquier otra profesión- ha llevado a un grupo numeroso de agentes de policía local, nacional, Guardia Civil y policías autonómicas a crear la asociación Zero Suicidio Policial (ZSP). Hoy se reúnen en València para visibilizar una realidad que las propias administraciones tratan de ocultar.

«La pregunta es quién cuida al que nos cuida», lanza Casimiro Villegas, policía local de Sevilla en situación de incapacidad y miembro de ZSP, uno de los ponentes que debatirán mañana en València cómo atajar esta alarmante situación.

La clave reside precisamente en las escasas herramientas con que cuentan los cuerpos policiales para aflorar y tratar a tiempo el estrés que conduce al desgaste emocional previo a un atentado contra la vida propia. «En este sector, llorar está prohibido y deprimirse, proscrito», sentencia Villegas, autor de la primera estadística por autonomías de suicidios policiales «más aproximada a la realidad».

«En el caso de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, las cifras son bastante fiables, porque son policías estatales, pero cuando buscamos en las policías locales, con 60.000 agentes repartidos en 2.000 cuerpos policiales, o en las autonómicas, mucho más herméticas, es muy complicado contabilizar realmente todos los casos», lamenta.

«No hay protocolos y, sobre todo, no hay herramientas de verdad para combatir esta situación», denuncia, al tiempo que reivindica el modelo estadounidense.

«Estados Unidos detectó un grave problema: el elevado número de suicidios en las filas del FBI y de otras agencias federales. Ahora cuentan con una red de balnearios, en Hawai, en los Apalaches y en Nevada, adonde envían a los agentes en riesgo para que descarguen su mochila emocional cuando salta la alarma», explica. El programa funciona: el número de muertes voluntarias ha descendido notablemente.

Casimiro Villegas considera que la policial es una profesión «de riesgo extremo con fuerte deterioro psicológico», no sólo por «las barbaridades que se ven en el trabajo de calle», sino también por el estrés que produce el sometimiento jerárquico a los mandos «que muchas veces tienen menos experiencia y conocimientos que aquellos a quienes dan órdenes y que están muy politizados». De hecho, el cuerpo policial con mayor tasa de suicidios es la Guardia Civil, «y eso se debe a su naturaleza militar», defiende.

El porqué, esa es la cuestión

El psicólogo clínico especializado en el tratamiento de policías Fernando Pérez Pacho, una eminencia en este terreno y uno de los ponentes a quienes se podrá escuchar hoy en València, va más allá. «Ahora sabemos, con cierta aproximación a la realidad, cuántos y cómo, pero seguimos sin saber realmente los porqués de la acción final. Es más, ni siquiera sabemos cuántos agentes han estado al borde y finalmente han desistido».

Pérez Pacho tiene claros los factores de riesgo. «Una de las claves es la desensibilización de dos elementos fundamentales: la muerte y el arma. Con la primera, se pierde el miedo a dejar de vivir y con la segunda se vence el respeto natural a una herramienta letal que permite concretar de manera rápida esa idea de acabar con todo».

Pero hay mucho más. «El contacto diario con la muerte convierte el suicidio en una forma de salida válida cuando el dolor emocional se hace psicológica e incluso físicamente insoportable. Todo suicidio, policial o no, viene precedido de un dolor emocional agudo que da paso al segundo elemento: el convencimiento de que no le importa a nadie, de que es una carga y de que nada de lo que haga puede cambiar esa situación». Es el final del callejón sin salida. El fracaso del sistema.

A la desensibilización se le agregan más factores de riesgo laborales: la turnicidad y los horarios intempestivos -«tienen más dificultades para estar con su familia cuando deben, y eso merma su capacidad para descargar tensiones y reconfortar sus emociones-, llevarse el trabajo (mental y físico, a veces) a casa -«donde no cuentan tampoco la dureza de su jornada para no preocupar o por sigilo»-, la convivencia con mandos y/o compañeros tóxicos, la dificultad de expresar los miedos y las emociones negativas en un entorno laboral «donde eso no está bien visto»,...

Un cóctel explosivo que encuentra poco amparo en el sistema policial actual y sólo puede combatirse «con la implicación real de todos, porque se trata de procesos largos, casi siempre de meses, cuando no de años, que deben detectar quienes están alrededor», concluye Pérez Pacho.

El psicólogo apela a detectar a tiempo las señales: «Se producen cambios llamativos en los comportamientos cotidianos: variaciones de actitud, conductas de riesgo, ensimismamiento, reiteración en hablar de la muerte, cambios en la higiene personal... Muchos policías se dan cuenta, pero no dicen nada por temor a que el compañero se ofenda o a que los mandos no les hagan caso. Ese es uno de los grandes problemas: nadie hará nada, o hará poco, si no encuentra el eco adecuado».

Fernando Pérez Pacho sugiere las soluciones: formar a todos los policías para poder detectar a tiempo situaciones de riesgo, someter a todos los agentes a una evaluación continuada «pero de verdad y sin consecuencias negativas para ellos y sus carreras» y «una asistencia terapéutica adecuada que no conlleve estigmatizar al agente que pase por una baja psicológica».