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El fin de ETA

Los años de plomo en València

Un capitán retirado de la Guardia Civil recuerda los «durísimos años» vividos, para los agentes y sus familias, bajo la amenaza de la banda terrorista

Los años de plomo en València

Antonio Pérez García es capitán retirado de la Guardia Civil y la mayor parte de sus 46 años de servicio (49 si contamos los tres años de formación en la academia de la Guardia Civil en Valdemoro, adonde llegó con apenas 16 años, «casi aún con el colacao en la mano», ironiza) los ha pasado en los servicios de Información, la unidad de lucha contra el terrorismo. Recibe la noticia del fin del grupo terrorista ETA desde la tranquilidad de la jubilación, pero en su retina y en su cerebro siguen palpitando «los durísimos años, para nosotros y nuestras familias», algo que «no se olvida».

La implacable incidencia de haber sido guardia civil y agente de Información la resume en una frase muy gráfica: «Veo más a mi nieto de lo que nunca pude ver a mis hijos». Tiene dos, de 41 y 35 años en la actualidad. Ninguno es guardia. Lo siente porque viene de familia de guardias civiles y «mi mujer también, tanto, que no es guardia porque en aquél momento aún no aceptaban mujeres; de hecho, es más guardia que yo».

Esa es la razón, cree, de que su matrimonio haya sobrevivido a las largas décadas sometidos al terror de ETA. «No había horarios, ni cumpleaños, ni fiestas. La amenaza, la alerta, real o no, llegaba a cualquier hora del día y cualquier día del año. Cada mañana salías de casa y nadie sabía si ibas a volver. Eso es muy duro. Muchas mujeres de guardias no lo pudieron soportar y muchos acabaron divorciándose».

Recuerda «la tensión, la incertidumbre constante, el aislamiento, la falta de comprensión de la sociedad, el miedo que pasaba tu familia». En marzo de 1981, menos de una semana después del 23F se tuvo que ir al servicio de Información en Vitoria. «Imagínate», rememora. «Mi hijo mayor tenía entonces 4 años. ¿Cómo me lo iba a llevar a él y a mi mujer conmigo? Me fui solo».

Eran los años del auténtico plomo de ETA. «Cuando no caía un compañero, caía un policía. Y eso siguió pasando mucho tiempo. Casi siempre conocías a alguien de los que mataban porque te habías cruzado en algún momento con él. Era insoportable. Sentías una impotencia absoluta. Era una guerra sin cuartel y muy desigual. Nosotros luchábamos con la ley en la mano y ellos, con todo. Era como trabajar con las alas cortadas», resume.

«Cuando estaba en el norte, mi mujer sufrió muchísimo. Si, por ejemplo, pactabas llamarla cada noche a las ocho y por lo que fuera te retrasabas unos minutos, ponía la tele y esperaba lo peor. La incertidumbre nos consumía». No había móviles, ni «whatsapp», ni facebook".

Punto estratégico para los terroristas

Su relato es un trufado de avisos de bombas en la playa, atentados, artefactos en la autopista. Es la realidad de lo que ocurría en aquella España subyugada, en general, y en la Comunitat Valenciana, en particular.«Esta zona era un punto estratégico para ETA. Los veranos eran terribles

. Buscaban dañar el potencial turístico, y lo conseguían. Los inviernos los pasábamos controlando informaciones que nos llegaban y a los grupos de apoyo a los familiares de etarras encarcelados y los veranos, desalojando playas, cuarteles, calles. Nos dieron muchísimo trabajo, sin olvidar que la cárcel de Picassent siempre ha tenido numerosos etarras, empezando por la famosa Tigresa, Idoia López Riaño».

Por su memoria pasan la fiambrera que explosionaron en el peaje de Oliva, el atentado en el cuartel de Santa Pola, el coche bomba desactivado en Gandia, el taxi en Torreblanca cargado de explosivos, los detenidos en Algemesí. Demasiados ejemplos que nos recuerdan la intensa actividad de ETA en tierras valencianas.

¿El mayor dolor, al margen del sinfín de entierros de compañeros? «Que la sociedad y sus gobernantes no nos consideraran víctimas inocentes». Ahora ya lo puede decir: «Mientras estuvimos muriendo guardias civiles, policías y militares, tuvimos muy poco apoyo. Sólo cuando empezaron a matar a civiles y a políticos empezaron a reaccionar».

«Nos sentimos apestados»

Un ejemplo clarificador: «Cuando se produjo el atentado contra la casa cuartel de Zaragoza (1987) con once muertos, cinco de ellos niñas, y 88 heridos, las mujeres de los guardias civiles del cuartel de Gandia, donde yo estaba en ese momento, decidieron convocar por su cuenta una manifestación de protesta. El alcalde que había en Gandia, Salvador Moragues, se negó a recibirlas y solo a última hora accedió. Sólo querían entregarle una carta. Tampoco respondió la sociedad civil. Ni siquiera los establecimientos les permitieron colocar en sus fachadas el cartel de la convocatoria. Nos sentimos como apestados. Incluso pretendían que el bus escolar que iba de Gandia al Grao, que también usaban mis hijos, dejara de parar a la puerta del cuartel porque decían que era demasiado peligroso para sus hijos».

Con los años y el dolor, la sociedad española empezó a cambiar, pero a Antonio aún le duele recordar que «a nosotros no nos consideraban víctimas inocentes. Eso estaba reservado para las víctimas que no eran policías guardias o militares. Como si nosotros sí hubiésemos merecido el tiro cobarde en la nuca cuando lo único que hacíamos era defender al Estado y a la democracia».

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