Conmoción absoluta en el PP de la Comunitat Valenciana. El anuncio de la detención de Eduardo Zaplana a primera hora de la mañana cayó como una bomba entre las filas populares, que se habían crecido en las últimas semanas a raíz de una investigación abierta a las cuentas de PSPV y Bloc.

Aunque no es la primera vez que se produce un mazazo de este tipo, el golpe que encaja el PP vuelve a ser durísimo. Cae una pieza mayor, el expresidente Zaplana, símbolo de toda una época. No se entiende el campsismo sin el zaplanismo.

El PP trató de reaccionar con rapidez. Apenas hora y media después de la detención, la síndica adjunta en las Corts, María José Català, compareció sola en la sede para anunciar el expediente de suspensión de Zaplana, militante de Benidorm, que la dirección de Génova ratificó por la tarde. Bonig tenía en agenda actos de partido.

Subido a la montaña rusa que le mantiene a merced de una agencia judicial diabólica para sus aspiraciones, el PP es consciente de que no caben medias tintas, ni pararse a pedir tiempo para conocer detalles sobre la investigación.

«Matar al padre»

La imagen (aunque sea imaginaria, del primer molt honorable de la Generalitat del PP con las esposas puestas) es demasiado letal y la actual dirección regional del PPCV no tiene otra que matar a un padre que, por otro lado, hace años ni ejercía como tal ni tenía ninguna influencia en la vida interna y externa de organización. De hecho fuentes populares lamentaban ayer en privado que siempre que aparecía Zaplana en público deslizaba críticas al proyecto que lidera Isabel Bonig.

Ahora bien, adoptada la decisión, solo cabe apretar los dientes y esperar a que la tormenta pase, un deseo que cada vez parece más difícil de cumplirse. «Es para pegarse un tiro», confesaba ayer con desesperación un diputado.

Con la caída a los infiernos de Zaplana, el último icono del PP valenciano con los odios y pasiones que generaba, las opciones de Bonig de presentarse a las elecciones con una partido renovado y limpio de polvo y paja son nulas.

Zaplana nada tiene que ver con la actual dirección regional y podría decirse sin errar el tiro que ya nadie que ocupa escaño en las Corts o en el Congreso le debe a él su sitio. Más allá de alguna relación personal más o menos estrecha (el presidente de la gestora de València y diputado Luis Santamaría nunca ha escondido su amistad con Zaplana), la relación del exministro con el nuevo PPCV es mínima. Prueba de ellos es el vacío que Bonig y su entorno hicieron al expresidente en su última aparición pública para dar una conferencia sobre la Constitución.

Solo algunos cargos arroparon al expresidente, un gesto que por cierto generó malestar en un parte del partido, sobre todo en el sector de Alicante liderado por José Císcar, que en su día libró la batalla más dura contra el zaplanismo.

A diferencia de lo que ocurría en la etapa de Gobierno de Francisco Camps, en la que Zaplana estaba vetado, ni el exjefe del Consell Alberto Fabra ni Isabel Bonig tenían una relación tensa con el exministro. Era puntual, pero correcta. Poco más. Bonig, por ejemplo, aceptó situar a María Zaplana, hija de Eduardo Zaplana, como vocal en la ejecutiva regional, y de hecho colabora activamente en la gestora.

Ahora bien, que hayan pasado quince años desde que Zaplana dejó las riendas del PP valenciano y que el exministro haya estado totalmente al margen del partido, no evita que su nombre esté irremediablemente unido al PP valenciano y forme parte indiscutible de su historia.

Esto lo sabe el PP de Bonig, cuyo proyecto de nuevo partido, ajeno a las corruptelas del pasado, muere en el intento conforme estallan los casos judiciales o policiales. La posibilidad de una agenda propia en el que el foco esté en los errores de la gestión del Botànic se desvanecen. A un año de elecciones, el arresto de Zaplana puede ser la estocada final.