Rompía en aplausos el Puerto de València poco antes de las once de la mañana. Lo hizo desde el mar y desde la costa, donde yo ponía mi grano de arena a un operativo con más de dos mil participantes. Fue sin duda el momento más emotivo de la jornada.

Por una parte, la tripulación del «Aquarius» asomaba expectante por estribor, y, justo enfrente, repartidas por el muelle, las manos abiertas de decenas de voluntarios se cerraban tan solo unos segundos en señal de celebración y bienvenida.

«Por fin», debieron pensar todos. O al menos seguro lo hicieron quienes hace ya demasiados días se lanzaron al mar y desde entonces han sido protagonistas de una historia tristemente encargada de contar al mundo una vez más la tragedia que se vive en nuestro Mediterráneo.

El día anterior, el sábado, y siendo parte de mi función, había acabado de madrugada con la atención a más de seiscientos medios de comunicación que se habían acreditado para cubrir la noticia. Ahora el café calentaba sin que fueran las cuatro de la mañana, el puerto lucía oscuridad plena y por el contorno del mar paseaban en silencio las luces azules de una quincena de furgones policiales.

Salimos en dirección al muelle desde el pabellón Alinghi, el sitio donde Cruz Roja, la ONG que lideró la atención a los migrantes, coordinó el dispositivo y almacenó alimentos y kits de ayuda humanitaria. Los vasos de plástico de un concierto de Fito y fitipaldis que había acabado poco antes, todavía se dejaban ver en el trayecto hasta el punto de llegada.

Cinco minutos antes de las siete atracó el guardacostas italiano «Datillo». Lo hacía en primer lugar y, frente a él, equipos sanitarios vestidos con trajes blancos y mascarillas esperaban para subir a la embarcación. «Muchos días en el barco, tío», me dijo la primera persona con la que tuve oportunidad de cruzar un «bienvenido». Nigeriano, en torno a la veintena y con un aspecto cansado, pese a mantener la sonrisa.

La jornada estuvo llena de historias, escritas en más de veinte de países y lanzadas al mar en busca de un punto y aparte. «Me ha explicado que los dos últimos días han sido menos malos, pero que el resto han sido un horror por el fuerte oleaje», me contaba Anthony Mensah, voluntario que hizo ayer de traductor, sobre uno de los chicos que esperaba para ser trasladado.

Mansah, que habla varios idiomas africanos, sonreía al decirme que, a pesar de todo, les estaba viendo con ilusión. También lo hacía Laura Rivera, otra de las cientos de traductoras que acompañaba en todo momento y usando el francés a uno de los jóvenes que inició ruta en El Chad hasta pisar Libia.

«Luego se lanzó al mar con su primo, que ahora también está en València», contaba Rivera. Justo enfrente de nosotros había un espacio para los menores no acompañados en el que se trató de superar, a través de juegos, la barrera del formalismo que da un poli o un tipo vestido de «fantasma».

Hablé con el responsable del programa de migraciones de Cruz Roja sobre la inquietud de los medios por conocer las diferencias de esta situación con la que se ha vivido en los últimos días en las costas del sur de España.

Pese a la lógica de los acontecimientos que han aumentado el eco mediático, los números quedaban ahí. Me contaba que en 2016, la organización atendió a 9.820 personas en las costas, en 2017 a más de 20.000 y que en lo que va de año el número ya alcanza las 10.000.

Poco después de las dos de la tarde acababa el desembarco del «Aquarius» y comenzaba el del «Orione». Tres de los migrantes que bajaron de esta flota se acercaron a un tripulante italiano, con un fuerte «thank you very much» y una enorme expresión de felicidad en la cara. Le estrecharon la mano, inclinaron la cabeza y se marcharon para hacerse un hueco en la cola de espera para la filiación.

Seguidamente el italiano bromeó la presión mediática de los últimos días: «Desayunaba y me veía en la televisión, comía y me veía en la televisión...». Momentos más tarde, con varias otras despedidas de por medio, le pregunté que qué tenían pensado hacer ahora.»¿Ahora? Volver a bordo», contestó sin pensarlo.