Las olas mecen una decena de pequeñas pateras en la costa libia. Tres adolescentes, junto a otra veintena de personas, miran de frente al Mediterráneo y sólo ven una oportunidad de escapar del infierno más inhumano que supone vivir en este país. Por delante, diferentes embarcaciones llenas de anhelos. Son conscientes de que ahora el mar está calmado, pero que a veces su furia se ha llevado por delante a muchos amigos y conocidos. No obstante, no encuentran otra opción para sobrevivir. Nuestros tres protagonistas no se conocen de nada y todavía no saben que, con el tiempo, se convertirán en grandes amigos. Empieza a caer la noche sobre sus espaldas y deciden subir a las pateras dejando atrás su tierra en busca de una vida mejor. Así de simple y, a la vez, así de dramático.

Ésta es la historia de Anuar, Shalik y Bodua, tres chavales de 16 y 17 años, que partieron de sus hogares y terminaron en territorio libio buscando un trabajo con el que poder ayudar a sus familias, sumidas en la pobreza. Allí, la guerra agotó sus fantasías y sus expectativas. Pese a que tenían diferentes circunstancias, todos fueron secuestrados por mafias que intentaron robar hasta el último dolar que tenían en el bolsillo: «Recibí palizas por el simple hecho de ser negro, los secuestros allí son constantes», asegura Anuar con gesto triste.

Cogían la comida de la basura

Los recuerdos de la vida en Libia dibujan una expresión alicaída en el rostro de los tres jóvenes, quienes coinciden en admitir que durante meses cogían la comida de la basura y que fueron víctimas de robos en los pocos momentos en los que consiguieron comprar en un supermercado: «Me llegaron a robar con la Policía delante, eso te hace sentir muy desprotegido», narra Shalik.

También Bodua, el más joven de los tres, reconoce que en el país «no puedes llevar ropa limpia porque te la roban y lo más seguro es ir sucio, además de las constantes enfermedades como la sarna o las picaduras que pueden llegar a ser mortales».

El día a día se basa en «caminar a todas horas, recibir palizas y pasar calor y hambre. Nada es peor que aquello, prefiero morir a volver a Libia. Podría pasar 24 horas hablando del horror que sufrimos y no serían suficientes para explicar lo que hemos vivido», lamenta Anuar. «Dormía con un ojo abierto, a veces en baños públicos o en la calle, pensando que en cualquier momento iban a asesinarme», asegura Bodua.

Forzados a huir de la guerra de Libia y de las torturas, el hambre, los secuestros, los maltratos y la falta de higiene, comenzaron una inmigración forzosa, por la que llegaron a pagar a mafias entre 1.000 y 4.500 dólares. Ya en las pateras, con más de una veintena de compañeros, la primera tormenta provocó que las débiles embarcaciones comenzaran a hundirse y las olas, antes mansas, se embravecieran y se tragaran a multitud de cuerpos.

A esta brutalidad se suma la desesperación por no poder hacer nada para evitar la desgracia. Por suerte, el buque «Aquarius» salvó a estos tres jóvenes en el peor momento, a punto de una muerte asegurada.

Una vez en el interior del campamento flotante, fueron conscientes del revuelo que se había formado en Europa tras recibir el rechazo de Malta y de Italia e, inevitablemente, se echaron a llorar: «Pensamos que íbamos a volver a Libia y no pudimos soportar la amargura, cualquier cosa antes que eso», indica Shalik. Sin embargo, unos días después «nos volvimos locos de alegría al saber que España nos aceptaba».

Ahora, después de permanecer tres semanas en un centro de acogida en Alicante, reconocen que quieren quedarse en tierras valencianas por una sencilla razón: sienten la protección que nunca han tenido. Saben que las opiniones sobre inmigración unen o polarizan, pero ellos no quieren que nadie les regale un trabajo. Pretenden vivir en un lugar seguro en el que su vida no peligre y poder estudiar o esforzarse por obtener un empleo digno para poder mandar dinero a sus familias. En la entrevista concedida en exclusiva a este diario, agradecen a Cruz Roja y a la Conselleria el esfuerzo realizado y el cariño recibido diariamente por parte de los voluntarios. Vivir aquí es «un sueño y el paraíso, es convertir lo imposible en posible», dicen los inmigrantes.

En primera persona

Anuar vivía en una chabola de Sierra Leona. Colaboraba allí como voluntario de Cruz Roja, pero sus padres le echaron de casa porque creían, equivocadamente, que tenía ébola. Viajó con tres amigos por el desierto y después de estar tres días sin agua, uno de ellos murió delante de él. En Argelia, le capturaron como esclavo y llamaron a su familia para pedir un rescate que no se formalizó. Tras dos semanas recibiendo brutales palizas, pudo escapar. Tuvo que buscarse la vida en la calle y terminó de taxista con una moto y arreglando vehículos por la tarde en Libia para pagarse el viaje en patera con 134 personas más.

Una de las noches, la embarcación comenzó a inundarse por una fuerte tormenta. La patera perdió el rumbo y muchos de sus ocupantes murieron ahogados. «Cuando el agua nos llegaba al cuello, vimos que un helicóptero comenzó a lanzar chalecos salvavidas. Yo cogí el primero y todos mis compañeros comenzaron a apoyarse en mí para intentar salvarse, por lo que estuve a punto de morir. Fue muy agobiante, tragué mucha agua y terminé inconsciente. Me desperté en el Aquarius sin ninguna pertenencia pero vivo, que era lo único que importaba».

A sus 17 años, es responsable, educado y usa sus experiencias pasadas para aplicarlas al día a día. Es un apasionado de la lectura y devora cualquier libro que encuentra. Su principal objetivo en la vida es estudiar, pero pide al Gobierno y a las autoridades competentes que le ayuden para poder hacer realidad ese sueño. Abandonó Libia por dos razones: no tenía derecho a ser educado como un niño y sufrió las peores consecuencias «porque mi familia no tenía casta». Es la primera vez que vive con tantas comodidades: una cama, ducha, comida diaria y ropa limpia. «Vengo de una familia pobre y nunca había visto un lugar tan bonito, yo sólo quería recoger dinero para pagarme los estudios y vivir dignamente como cualquier persona».

Shalik es de Gambia. Tiene 16 años y es el mayor de sus hermanos. Su familia tiene escasos recursos económicos y sólo podía hacer una comida al día, por lo que se fue a Libia con su mejor amigo para intentar conseguir dinero para ellos. En el camino, vio morir a multitud de personas en el desierto por el sol y la escasez de agua. Finalmente, fue secuestrado por personas que se hicieron pasar por policías. Afortunadamente, su amigo pagó por su libertad.

Esperanzas de la familia

Una vez en Libia, estuvo trabajando de peluquero en condiciones penosas. Al ver que la gente se echaba al mar, decidió hacer lo mismo y probar suerte «porque nada podía ser peor que aquello». Hizo el viaje con su amigo y con la madre de éste, la que se hizo cargo de ellos e intentó protegerlos. Sin embargo, la madre falleció ahogada al caer al mar. Esta semana se separó de su amigo porque se vino a València. Ahora sólo piensa en buscar un trabajo para mandar dinero a sus padres y hermanos pequeños: «Toda mi familia tiene el pensamiento puesto en mí, sus esperanzas por salir adelante pasan por mí».

El tercero de nuestros protagonistas es Bodua, quien nació en Eritrea pero a los 9 años se fue a Etiopía con un padre que no lo trató como debía y del que prefiere no hablar. Sus ojos se llenan de oscuridad al nombrarlo. Intentando buscarse la vida, viajó junto a su hermano a Sudán y de allí a Libia: «En el viaje por el desierto solo ves cielo y tierra. El sol era muy fuerte y en todo momento pensé que moriría, perdí la esperanza».

Consiguieron salir del desierto subiéndose a un coche con 29 personas más. El conductor racionalizaba el agua mezclándola con gasolina y les daba a elegir entre beber aquello o morir. Una vez en Libia, fue secuestrado y pasó un año y cinco meses preso, sufriendo torturas constantes junto a su hermano. Pudieron escapar y decidieron huir de aquel infierno libio lanzándose al mar.

Reconoce que Alicante es «maravilloso», pero después de estar tanto tiempo encerrado, necesita por primera vez en su vida sentir la libertad y, en definitiva, vivir.

La relación entre los acogidos que conviven en el centro de menores es buena y han aprendido a sentirse «como hermanos»: «No nos imaginábamos una vida tan bonita», precisan. Aunque están viviendo un sueño, ahora sólo les preocupa los asuntos burocráticos y piden la tramitación de los permisos pertinentes para convertirse en residentes extranjeros legales y así tener la oportunidad de buscar un futuro digno y demostrar al mundo entero que «ningún ser humano es ilegal».