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Efeméride

El legado de Ochoa, 25 años después

"Su obra es la de un gigante de la ciencia. Hizo méritos para un segundo Nobel", aseveran los expertos y discípulos del prestigioso científico

Una mujer joven, 32 años, nacida en San Petersburgo llega a Nueva York. Aunque soviética de nacimiento, vivía en Francia y ha decidido cruzar el Atlántico para investigar en el laboratorio de un bioquímico asturiano ya prestigioso: Severo Ochoa. La colaboración resulta fructífera. Un año después, bajo la dirección del científico luarqués, aquella científica, Marianne Grunberg-Manago, aísla por vez primera una enzima capaz de sintetizar (de producir en un tubo de ensayo) ácido ribonucleico (ARN). En la naturaleza, el papel del ARN resulta crucial en la transmisión de la información genética de padres a hijos. Estamos en 1953.

Con este hallazgo, Ochoa y su discípula habían iniciado el tramo final de la carrera para descifrar el código genético. Algo muy grande. Tan grande como hacer realidad uno de los grandes sueños de la historia de la ciencia: conocer el lenguaje esencial de la vida y de su transmisión de padres a hijos.

Seis años después, Severo Ochoa recibe el premio Nobel de Medicina y se convierte, junto con Santiago Ramón y Cajal, en el científico español más importante de todos los tiempos. Ochoa fallece en Madrid el 1 de noviembre de 1993: hoy se cumplen 25 años de su muerte.

Esta efeméride representa una perfecta excusa para analizar, ya con una amplia perspectiva temporal, las repercusiones últimas de las investigaciones de Ochoa, la vigencia actual de su legado científico. En el mundo de las ciencias experimentales, hay avances que prometen mucho y que terminan cayendo en vía muerta. Otros van ganando relieve con el paso del tiempo. ¿Qué queda hoy de las investigaciones de Ochoa?

Hay legados que se borran pronto. No parece ser el caso del dejado por Ochoa: «No cabe duda de que fue un gigante», destaca Pedro Sánchez Lazo, catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo.

«Severo Ochoa hizo méritos para recibir un segundo Nobel en 1968», concluye César Nombela, catedrático de Microbiología de la Universidad Complutense de Madrid y discípulo de Ochoa en Estados Unidos. Nombela alude al desciframiento definitivo del código genético, por el que la Academia sueca premió a Robert W. Holley, Marshall W. Nirenberg y Har G. Khorana.

Este juicio de César Nombela es compartido por no pocos expertos, según los cuales el Nobel de 1968 no podría haberse dado sin la enzima descubierta por Grunberg-Manago y Ochoa. El propio Ochoa llegó a afirmar al respecto: «Puede considerarse que la polinucleótido fosforilasa ha sido la 'piedra Rosetta' del código genético». Quizá no exagere.

A juicio del neurooncólogo Juan Fueyo, autor de un reciente libro sobre Ochoa ( Exilios y odiseas), el científico «recibió el polémico premio Nobel de 1959 y fue descaradamente marginado en el Nobel de 1968». El doctor Fueyo, que ejerce en el hospital M. D. Anderson de Houston, subraya que Ochoa «había sido también nominado, y finalmente ignorado, para el premio Nobel de Química de los años 1956, 1957, 1958 y 1959».

El calificativo de «polémico» para el galardón de 1959 no parece fuera de lugar. Pronto se supo que la enzima descubierta por Ochoa y Grunberg-Manago, a la que denominaron polinucleótido fosforilasa, no cumplía el papel que inicialmente se le imputó. Así y todo, tanto Nombela como Sánchez Lazo coinciden en señalar que terminó siendo una herramienta «fundamental» para el desciframiento del código genético.

Otra cosa es si resultó injusto excluir del premio a Marianne Grunberg-Manago. ¿La perjudicó el hecho de ser mujer en un universo de hombres sólo hollado por una fuera de serie como Marie Curie? Tal vez. Desde luego, los franceses han reivindicado a su científica como si hubiera bailado sobre todos los escenarios de Estocolmo.

Pedro Sánchez Lazo analiza la evolución de la biología molecular desde los años 20 hasta la actualidad. Desde las primeras investigaciones sobre bioquímica metabólica hasta los últimos desarrollos de la tecnología del ADN recombinante (la del corta y pega de ADN, denominada Crispr, que ya ha sido reconocida con el premio Princesa de Asturias y que se prevé que pronto reciba la «visita» del Nobel (por cierto, con un candidato valenciano, Francisco J. M. Mojica, que por cierto fue excluido del Princesa).

Pues bien, Sánchez Lazo otorga a Ochoa un protagonismo de primera línea en los ámbitos de la bioquímica metabólica, de la determinación de la estructura y función del ADN, de la secuenciación del ADN y del mecanismo de la biosíntesis de proteínas. Este diagnóstico implica atribuir a Ochoa medio siglo de impacto directo en el avance de la biología molecular, y situarlo en los cimientos de buena parte de los avances posteriores.

Ahora bien, ¿quién fue Severo Ochoa?, pueden preguntarse algunos lectores, especialmente si son millennials y han nacido con posterioridad a la muerte del Nobel. Hagamos un repaso sintético por su biografía. Nació en Luarca, el 24 de septiembre de 1905. Hijo menor de la numerosa prole de Severo y Carmen, fue bautizado como Severo José Gerardo Ochoa de Albornoz. Su padre falleció cuando tenía siete años. En esa misma época, la familia trasladó sus inviernos de Gijón a Málaga a causa de la bronquitis crónica de la madre.Un entusiasta de la Naturaleza

La innata curiosidad de Severo le convirtió, siendo niño, en un «entusiasta observador de la Naturaleza», según confesión propia. Y también en un impenitente aficionado a la mecánica, que más tarde derivó en un incontenible entusiasmo por los coches y la velocidad.

Decidió estudiar medicina, aunque «nunca se me pasó por la imaginación dedicarme a la práctica médica». En el Madrid de los felices años veinte, Ochoa disfrutó de uno de esos lugares emblemáticos de la España de la primera mitad del siglo: la Residencia de Estudiantes. Allí coincide con Dalí, Buñuel y Lorca, aunque en aquellos momentos sólo tuvo contacto con este último. Festejó la llegada de la II República, recorriendo las calles de la capital en su Opel y ondeando la bandera del nuevo régimen.

Con llamativa precocidad, Severo Ochoa publicaba con 22 años su primer libro, Elementos de bioquímica, en colaboración con el profesor José Domingo Hernández Guerra. Para entonces, en los sueños científicos de Ochoa ya tenía un papel protagonista Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina en 1906. No llegaron a conocerse, pese a lo cual Ochoa subraya que trató de organizar su vida «tomando a don Santiago como modelo y pensando siempre en él».

También Juan Negrín, catedrático de Fisiología, ejerció un influjo relevante sobre la incipiente carrera científica del joven Ochoa. Sin embargo, y conforme se acentuó el compromiso político de Negrín, la relación entre ambos fue enfriándose. Hasta el punto de que Ochoa considera que su maestro le traicionó al animarle a presentarse a una cátedra en la Universidad de Santiago de Compostela -cuyo tribunal presidía el propio Negrín- y luego no darle su apoyo. Era el curso 1935-36.

Pero los «gigantes» son capaces de transformar los fracasos en acicates para la siguiente prueba. Fue el propio Negrín, ya ministro de Hacienda, quien facilitó a Severo Ochoa y a su esposa -Carmen García Cobián, con la que se había casado en 1931- la salida de España tras el inicio de la guerra civil.

Después de una fugaz estancia en París, Ochoa y su mujer se instalaron en Heidelberg (Alemania), donde el científico ya había trabajado con el Nobel Otto Meyerhof unos años antes. La represión nazi obligó a Meyerhof, judío, a refugiarse en Francia y los Ochoa se trasladaron a Inglaterra, a Plymouth primero y a Oxford después.

El matrimonio adoptó una nueva decisión: cruzar el Atlántico con destino a Estados Unidos. Primero a San Luis, para trabajar con otro matrimonio, Carl y Gerty Cori, quienes en 1947 ganarían el Nobel de Medicina. Era el mes de agosto de 1940. La etapa de San Luis fue breve, pues pronto el bioquímico español recibió la oferta de una beca para trabajar en la Universidad de Nueva York. Era el momento de independizarse, de comenzar a volar en solitario. Y se trasladaron a la gran ciudad que les acogería durante más de cuarenta años.

En Nueva York, a finales de 1945, Ochoa recibió a su primer becario, Arthur Kornberg. En 1946, le propusieron ocupar la cátedra de Farmacología de la Universidad de Nueva York. En 1954, se hizo cargo del Departamento de Bioquímica.

Para entonces, ya sonaba en las quinielas de los Nobel. Y ya habían llegado discípulos que más tarde serían científicos de relumbrón. Entre ellos, la ya mencionada becaria Marianne Grunberg-Manago, cuya estancia en Estados Unidos fue breve. En 1956, Ochoa le ofreció un trabajo en su laboratorio, pero Grunberg-Manago, embarazada de su primer hijo, decidió regresar a París a reunirse con su esposo Armand Manago.

Llegó el premio Nobel. El galardón distinguía los «descubrimientos de los mecanismos en la síntesis biológica de ADN y ARN» protagonizados por Ochoa y Kornberg. En su discurso, el científico se mostró poco autocomplaciente: «El premio Nobel no es el fin de un camino, sino el comienzo de otro nuevo, tal vez más arduo», subrayó. Los años inmediatamente posteriores a la recepción del Nobel fueron intensos. En su competición con Nirenberg y Khorana, el grupo de Ochoa realizó importantes contribuciones al desciframiento del código genético, instrumento esencial para la lectura del libro de la vida. Pero el Nobel de 1968 fue a parar a las vitrinas de sus dos competidores.

En 1974, Ochoa deja la Universidad de Nueva York y se va al Instituto Roche de Biología Molecular, en Nutley (Nueva Jersey). Su biografía posterior ya es más conocida. Se hacen más regulares sus estancias en España, impulsa la apertura del Centro de Biología Molecular en Madrid, regresa definitivamente a España en 1985 y, un año después, fallece Carmen, su esposa, su motor, su musa...

La característica vitalidad de Ochoa desaparece de repente. Fallece en Madrid el 1 de noviembre de 1993, con 88 años cumplidos. El traslado de su cadáver a su tierra natal deja una escena inolvidable: la funeraria detenida al pie de un bar de carretera, con el féretro del Nobel en su interior. Todo un síntoma, probablemente, de lo infravalorado que puede llegar a verse un pionero.

«Ochoa inauguró la biología molecular, que entrelaza bioquímica y genética», enfatiza Juan Fueyo a modo de balance. Se da la circunstancia de que el neurooncólogo es compañero de hospital de James Allison, uno de los ganadores del Nobel de este año por sus contribuciones en el campo de la inmunoterapia aplicada al tratamiento del cáncer. A pesar de que considera «polémica» la concesión del Nobel a Ochoa en 1959, el doctor Fueyo pone de relieve que el científico luarqués «fue partícipe de uno de los descubrimientos más sobresalientes del siglo XX: las claves del código genético».

Nómina de discípulos

La aportación de Severo Ochoa a la biología molecular no se circunscribe a sus hallazgos. Su presencia en Estados Unidos arrastró a una nómina de discípulos españoles (Santiago Grisolía, César Nombela, Margarita Salas, César de Haro) que han contribuido a crear en nuestro país una escuela de la que se han beneficiado las generaciones posteriores de biólogos moleculares, hasta nuestros días.

Todo comenzó con la pasión de un «entusiasta observador de la Naturaleza» -principalmente de la naturaleza asturiana- que, merced a su inmenso talento, llevó a sus últimas consecuencias lo que denominó «la prosecución de un hobby». Y el hobby se convirtió en aportaciones de primer nivel en el desciframiento de las claves de la vida.

Veinticinco años después de la muerte de Severo Ochoa, sus contribuciones están más vivas que nunca. La científica francesa de origen soviético acertó plenamente cuando decidió cruzar el Atlántico. Allí había un tipo genial.

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