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La batalla del Ártico

El calentamiento global ha convertido el océano de hielo en escenario de una dura partida económica y geopolítica

La batalla del Ártico

Hace 20 años la lengua de los groenlandeses no incluía números superiores al 20, porque esa era la cuota de focas que la comunidad otorgaba a cada cazador. Hoy, los 56.000 habitantes de la isla más grande del mundo, cuatro veces España, viven sobre un tesoro de petróleo, uranio, zinc, molibdeno y otros codiciados minerales, muchos de ellos radioactivos, que les permitirán independizarse de Dinamarca en pocos años. La causa de esa transformación es el deshielo del casquete polar ártico que cubre el 85 % de la isla. Un efecto del calentamiento global que ha convertido el Ártico en una nueva tierra de promisión y codicia. No en vano guarda el 40 % de las reservas mundiales de combustible fósil y se ha vuelto una ingente reserva de proteínas, codiciada sobre todo por China.

El periodista italiano Marzio G. Mian lleva años interesado por el Ártico. Estudia de cerca sus corrientes financieras, analiza los torbellinos geopolíticos que enfrentan a EE UU, Dinamarca y Noruega con la Rusia de Putin, viaja una y otra vez a los territorios que confluyen en el gigantesco mar de hielo que se derrite, palpa la ambición de las elites y siente la confusión de los inuit, vocablo que significa "la gente". Ártico. La batalla por el Gran Norte es un resultado de esa pasión.

Para empezar, algunos datos. El océano Glaciar Ártico, el residuo más consistente de la última glaciación, la que finalizó hace unos diez mil años, se extiende sobre catorce millones de kilómetros cuadrados, casi treinta Españas. De ellos, ocho millones estaban cubiertos en 1970 por hielo que, en algunos puntos, alcanzaba tres kilómetros de espesor. Esa fue la causa de las tragedias que se abatieron sobre los marinos que, desde mediados del siglo XIX, intentaron la exploración de ese infierno blanco para cartografiar sus islas y encontrar pasos que permitieran enlazar el norte de Europa con el Pacífico a través del estrecho de Bering. Emprendían sus expediciones con buen tiempo y al llegar el frío se quedaban letalmente atrapados por gigantescos bloques de hielo.

Sin embargo, en 2012 la NASA, responsable de buena parte de los 200 satélites que escrutan segundo a segundo el Gran Norte, dio la voz de alarma: la superficie helada se había reducido a 3,4 millones de kilómetros cuadrados. Esa contracción realimenta el calentamiento, ya que el hielo rechaza entre el 50 % y el 70 % de la energía solar, y el agua sólo un 6 %. Además, en 1985 casi la mitad del hielo ártico era plurianual, con espesores medios de 50 metros, mientras en 2016 la proporción era del 22 %. El resto es hielo anual, de apenas un metro, que se deshace con la llegada del verano.

Mian describe múltiples implicaciones de este calentamiento, atribuido a la acción humana en una proporción del 50% al 70%. Por ejemplo, bloquea la formación de los anticiclones del Atlántico y permite la expansión de las borrascas hasta volverlas "bombas atómicas de agua y viento" que, al final del verano boreal, estallan en huracanes. Por no hablar de la perturbación de la corriente circular del Atlántico Sur, que incrementa las sequías en África y espolea las oleadas migratorias. O de las poblaciones evacuadas por la subida del nivel del mar en Alaska, Florida y el Pacífico.

El Ártico está habitado por unos cuatro millones de personas, entre ellos 500.000 inuit, más conocidos antaño como esquimales, un término aún vigente en Siberia y Canadá. Esa población se reparte entre la danesa Groenlandia, Alaska, Rusia y Canadá, países ribereños que comparten esa condición con Noruega, Suecia, Finlandia e Islandia. Todos ellos están representados, junto al Consejo Circumpolar de los inuit, en el Consejo Ártico. Una institución que, en palabras de Mian, ha pasado en los últimos años de ser poco más que una sociedad recreativa a convertirse en un club exclusivo donde se dirimen batallas geopolíticas y económicas insospechables hasta hace nada.

Para dar una idea de la complejidad del dosier ártico, el periodista italiano propone al lector un viaje por Groenlandia, Alaska, Rusia, Islandia y Canadá que permite atisbar el calibre de los intereses movidos por un casquete polar que, en sentido estricto, y más allá de las 200 millas atribuidas a las potencias ribereñas, no es sino un conjunto de aguas internacionales. Surcadas, eso sí, por submarinos militares que se saben al dedillo gran parte de sus accidentes, aunque el secreto al que someten sus cartografías veda esos conocimientos a la comunidad científica.

Groenlandia, por ejemplo, simboliza el acceso a las enormes riquezas liberadas por el deshielo y los peligros que conlleva. El foco de todas las miradas es Narsaq, donde se proyecta la mayor mina del mundo a cielo abierto de uranio y tierras raras, impulsada por China a través de una compañía australiana. Un maná que, sin embargo generará millones de toneladas de desechos radioactivos. Paradoja máxima, como las llamadas tierras raras son claves en la fabricación de superimanes para turbinas de viento o baterías de automóviles híbridos, el proyecto se vende como una contribución a las tecnologías verdes. En Alaska se encuentra Barrow, la localidad más septentrional de Estados Unidos, que ya ha visto al Ártico tragarse tres islas próximas. El mar avanza y, sin barreras de hielos, se forman olas gigantes que destruyen la línea costera.

Alaska ilustra, además, el impacto del deshielo en el permafrost, la masa de sedimentos orgánicos congelados en la última glaciación, que ocupa el 20% de la superficie ártica, con capas de hasta dos kilómetros en Siberia. El permafrost se está convirtiendo en una papilla que, al descomponerse, libera grandes cantidades de CO2 y metano, los gases con mayor efecto invernadero.

Rusia, con 6.000 kilómetros de costa ártica, representa la contaminación extrema y la máxima presión geopolítica, ya que concibe el Ártico como su "mare nostrum" y está dispuesta a ser la única superpotencia regional de la mano de una poderosa flota nuclear. Su supremacía es allí total sobre EE UU, que no se tomó en serio el desafío hasta la llegada de Obama. La colonización de Siberia a través del Gulag, asociado desde el origen a la minería y a la urbanización, ha contaminado áreas inmensas. De refuerzo, las sanciones por la crisis de Crimea han impulsado la extracción de petróleo y gas, con grave daño medioambiental, y han dejado sin pastos a los renos, de los que dependen cien mil inuit.

En cuanto a Islandia, es el mejor exponente de la "fiebre ártica". De tradición atlántica, le ha dado la espalda al sur y se ha casado con el norte. Tras la crisis que la llevó a la bancarrota en 2008, su economía se ha repuesto gracias a la pesca, favorecida por el desplazamiento boreal de especies como la caballa a raíz del calentamiento de las aguas. También ha vivido una eclosión del exótico turismo de los hielos, una fantasmagórica invasión de cruceros que en 2017 llevó 2,3 millones de visitantes a una isla de 300.000 habitantes.

El proyecto de superpuerto de Finnafjord en lo que era una aldea de 300 habitantes habla, por su parte, de una clave de la revolución ártica: las nuevas rutas de transporte. La del Norte, que enlaza el Pacífico con el Atlántico por la costa rusa, y la Transpolar, aún más corta, que une el Pacífico con Islandia.

Canadá es, en fin, junto a Groenlandia el mejor exponente del precio que están pagando los inuit por su inmersión acelerada en el siglo XXI. Son la población con la mayor tasa mundial de suicidio, alentados por la práctica ancestral con la que su comunidad se deshacía de viejos e inválidos. Un groenlandés le confía el motivo al autor de Ártico: "Es la globalización, créame. Nos sentimos atraídos por estos grandes cambios que van llegando, tratamos de formar parte de ellos, pero la verdad es que somos incompatibles". Palabra de inuit. Aviso de la gente del Gran Norte.

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