Ya sea cuando el calendario marca el 14 de abril, bien en cada homenaje a los fusilados por la represión franquista o durante el inicio de exhumación de fosas comunes del cementerio de Paterna, el nombre de Leoncio Badía entra en escena. Seguro que él no compartirá el protagonismo que le dan, pero su historia, tan cruel como humana, representa la de hombres y mujeres que vivieron en primera persona la guerra civil y la posterior dictadura, y que acabaron convirtiéndose, sin quererlo, en héroes anónimos.

Leoncio Badía (1905-1987) nació en l'Eliana. Muy joven se mudó a Paterna, donde inició los estudios de magisterio, aunque no acabó titulándose. Pero aquel hombre estaba hecho a sí mismo. Trataba de ganarse la vida como podía. Se puso a dar clase a las personas que no sabían leer ni escribir. Ahí fue donde conoció a la que años después se convertiría en su esposa. También hacía cestas de mimbre. 'Tota pedra fa paret' debía de pensar.

Fue el estallido del conflicto bélico el que acabaría marcando la vida y el destino de Leoncio. Como el de miles de personas más. Cuando el bando comandado por Franco se alzó en armas, el joven, todavía por debajo de la treintena, se presentó voluntario en los cuarteles de Paterna, donde se encontraba el regimiento Guadalajara 20. Sus conocimientos de mecánica y que tuviera carnet de conducir le convirtieron en chófer de altos mandos. Primero de un coronel, después de un general con el que se marchó a Barcelona tras el avance de los sublevados y donde pasó la guerra.

Con la caída de la República y el triunfo franquista, Leoncio Badía regresó a Paterna. Su participación en la contienda supuso su arresto. Primero fue apaleado y luego lo trasladaron a San Miguel de los Reyes. Allí se sometió a un juicio sumarísimo que lo condenó a muerte. Pero el destino tenía apuntada una vida más larga para el joven. Sin una explicación cierta, ni su familia la acaba de saber, Leoncio se libró del fusilamiento. Quién sabe si aquel general al que sirvió acabó intercediendo por su fiel chófer. Lo que sí desmienten sus herederos es que el padre de Leoncio también estuviera condenado a muerte. «Mi abuelo murió por una enfermedad cuando mi padre tenía tres años. Esa historia es falsa. Además, si mi abuelo hubiera estado también condenado, mi padre no hubiera dejado morir al suyo para salvarse él». Son palabras de Maruja Badía, hija del protagonista de esta historia, y la que le pudo arrancar vivencias y testimonios que Leoncio no quería recordar.

Tras su liberación, regresó a Paterna. Vivía con su esposa. Había esquivado la muerte, pero necesitaba trabajar. Cada mañana aguardaba en la plaza del pueblo para que algún terrateniente lo cogiera para trabajar en las tierras. Pero su pasado le pasaba factura. Nadie le daba un empleo. «Mi padre era valiente y no se conformaba con un no», recuerda su hija. Fue entonces cuando se plantó en el despacho del alcalde franquista para pedir trabajo. Repitió la visita en varias ocasiones, sin éxito. La última vez que salió del despacho logró una tarea. La que nunca hubiera deseado. «El alcalde miró a mi padre y le dijo: 'Tú, rojo, no quieres trabajar, pues a vas a enterrar a los tuyos», relata Maruja.

Leoncio se convertía así en el enterrador de Paterna. Hasta el cementerio empezaban a llegar los centenares de represaliados fusilados en el Paredón de España o el Terrer. 2.238 muertos, según los historiadores. A la mayoría de estos compañeros tuvo que dar sepultura durante más de un lustro. Fue duro. Mucho. Aunque nada comparado con tener que enterrar con sus propias manos a su hijo de apenas 18 meses, fallecido por una enfermedad en mayo de 1941.

En su castigo como enterrador, Leoncio Badía aplicó humanidad, esmero y mimo. También con los familiares. «Cuando la gente se enteraba de que a los suyos los habían matado venían al cementerio, pero no les dejaban entrar. Entonces, mi padre los escondía en una habitación que estaba a la entrada, y cuando se marchaba la comitiva militar, los permitía el acceso para que vieran a los fallecidos», cuenta su hija.

Cuando el camión descargaba los cadáveres cosidos a balazos en el paredón, Leoncio tenía el cometido de enterrarlos en fosas comunes. Las mismas que aún perduran en Paterna y que han sido exhumadas en los últimos años. «Era cuidadoso. Colocaba a los cuerpos con mimo. Así me lo ha dicho la gente que ha realizado las exhumaciones», explica Maruja.

Pero Leoncio fue más allá. Quería que los familiares, si se diera el caso en un futuro, pudieran identificar a los cuerpos de los fusilados allí enterrados. «Les cortaba trozos de tela de sus ropas o botones para saber a quién pertenecían», apunta. De hecho, la hija del enterrador confiesa que jugaba de pequeña con aquella caja de botones que su padre guardaba en casa. También ocultaba pequeñas botellas medicinales con el nombre del fallecido. Gracias a este medida se pudo, por ejemplo, identificar a Pepe Celda. También que sus viudas dejarán en los recipientes un deseo: «Sacadlos de aquí».

Se refugió en libros de filosofía

Leoncio dejó el empleo en 1945, cuando fue relevado por otro enterrador afín al régimen, ahora que el número de fusilamientos había caído en picado. Ya en casa, evitaba rememorar aquello. «Se autoexilió. Nos dejaba al margen de lo que vivió y se refugiaba en sus libros de filosofía», reconoce Maruja, la única que conseguía que su padre le contara algunos de los pasajes más duros en el cementerio de Paterna. En uno de los traslados de cadáveres desde el Terrer, el camión descargó a decenas de muertos. En ese instante Leoncio se percató de que uno de los fusilados todavía estaba vivo. No sabía qué hacer. No podía enterrar con vida a aquel hombre. Empezó a cavilar para encontrar ayuda y sólo le vino a la cabeza recurrir al cura del pueblo. Tapó al herido con una manta y se marchó a casa del sacerdote. Allí le contó lo sucedido. «Es un milagro que con tres tiros esta persona esté viva. Tenemos que hacer algo», relata Maruja que le dijo su padre al religioso. La reacción del cura fue tan sorpresiva que el enterrador se quedó helado. «El sacerdote se llevó la mano al bolsillo y sacó un arma, se la puso a mi padre en la sien y le soltó: Rojo, si no quieres acabar como él, tira para arriba a enterrarlo», describe con la voz entrecortada. Cuando Leoncio regresó al cementerio ya estaban allí los militares para acabar el trabajo. Uno de ellos descerrajó dos disparos al cuerpo que agonizaba bajo la manta. «La escena de ver cómo ese hombre se revolvió tras los tiros no la podré olvidar nunca», revive su hija. Por eso Maruja siempre concluye con una frase que le repetía Leoncio: «Odio nunca, pero no olvides».