Va a llover en los días vacacionales por excelencia de la Semana Santa. En fin, «Dios lo ha querido». Estas precipitaciones, que serán una bendición para el campo, la montaña, ríos y acuíferos, se van a convertir en un incordio para el sector hostelero. Probablemente caerán las reservas en los hoteles y los turistas tenderán a elegir planes a buen cobijo, de ahí saldrán victoriosos los restaurantes, museos y algunos monumentos. Los propietarios de las terrazas estarán santiguándose para que haya un giro de última hora, que ya difícilmente se producirá. Si tuvieran un esconjuradero a mano, muchos lo utilizarían diligentes, como entre los siglos XV y XVIII. Se están jugando la panoja, al igual que nuestros antepasados de las zonas rurales.

Los esconjuraderos eran construcciones pequeñas y sobrias de mampostería, construidas para oficiar rituales dedicados a conjurar tormentas o «tronadas», como decían nuestros vecinos aragoneses. De allí eran propios, sobre todo de la zona pirenaica, donde aún quedan algunos ejemplares, caso de la Hoya de Huesca, el Somontano de Barbastro y la Jacetania. Son edificios de geometría simple, con arcos de medio punto y suelo de cantos rodados. También hay en Cataluña bajo el nombre de «Comunidors» e incluso en la Comunidad Valenciana, lejos de la tradición oscense.

La localidad alicantina de Banyeres de Mariola en el siglo XV acogió una pequeña ermita en honor a Sant Jordi, se cree que muy profana, como los esconjuraderos, y además con la misma finalidad: dominar los majestuosos cumulonimbos, artífices de los chaparrones más virulentos. Todo esto Dios mediante, claro. De aquella construcción hoy quedan unas pocas piedras apiladas, un pedestal y dos imágenes de Sant Jordi. Una a la intemperie, cerca de donde se alzaba la ermita, y otra que hasta hace poco aún se utilizaba para las plegarias en la iglesia parroquial, «El Vellet».

Los esconjuraderos se disponían en zonas altas, pequeñas lomas o montañas, para garantizar la buena visión del cielo. Allí se hacían rituales mágico-religiosos destinados, en aquel entonces, a salvaguardar los cultivos de las lluvias intensas o las granizadas. Ahora también serían útiles para garantizar el buen tiempo al turismo de sol y playa. De hecho, no descarten que vuelvan con la eclosión vintage. Hay algo que no ha cambiado desde el medievo: solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando llueve.