Hasta la máquina de vapor, el avance de los navíos quedaba a expensas de los «caprichosos» flujos aéreos. Un curioso ejemplo viene representado por la lucha de poder en la Inglaterra de finales del siglo XVII. Reinaba Jaime II, que intentaba restaurar el catolicismo. Sus opositores (la iglesia de Inglaterra, la nobleza protestante y una parte de la jerarquía militar) decidieron dar el poder a Guillermo de Orange, gobernante de los Países Bajos, casado con María, hija de Jaime II. Suegro contra yerno. Y tío contra sobrino, pues otra María (no nos confundamos), la madre de Guillermo, era hermana del rey inglés. Por emparentados que estuvieran, como dijo el historiador Abraham de Wicquefort: «los reyes no tienen parientes».

Poderosa es la pluma frente a la espada, pero, en estas disputas, conviene tener el apoyo de las armas. Y es aquí donde entran en juego los vientos. La flota de Guillermo debía venir de los Países Bajos; la de Jaime II, de la católica Irlanda. Para la primera convenían vientos del Este, los llamados «vientos protestantes»; para la segunda, los del Oeste, los «vientos del Papa». En septiembre y octubre de 1688, los vientos fueron persistentes del oeste, hasta que el día 26 rolaron del este y la flota protestante partió a los cuatro días. Sin embargo, poco avanzó porque una potente tormenta le obligó a volver a puerto. El 9 de noviembre retornó el viento protestante.

La armada de Guillermo de Orange levo anclas y conseguiría desembarcar en Torbay, en el sudoeste de Inglaterra, en una bahía orientada hacia oriente, perfecta para captar los barcos que atravesaban el canal. Estos mismos vientos impidieron que la flota inglesa, anclada en el estuario del Támesis, pudiera partir y que llegarán tropas de Irlanda. Guillermo sería Guillermo III.