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Intimidad(@s)

El sector de la reputación 'online' cobra desde 500 hasta más de 15.000 euros por borrar contenidos negativos de la red. Los motivos sexuales constituyen uno de sus motores principales

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Verónica trabajaba en la planta de Iveco de Madrid. Se suicidó hace dos semanas después de que un exnovio distribuyera un vídeo sexual suyo por los grupos de su empresa. Luis Senís, cirujano maxilofacial valenciano, vive una pesadilla desde que alguien robó su móvil y enviara varios archivos similares a toda su agenda de contactos. Olvido Hormigos procesionó por todos los platós en 2012 dando explicaciones por sufrir una humillación similar. La lista es larga. La hemeroteca reciente lleva hasta Tiziana Cantone, una joven italiana que no quiso huir más y se quitó la vida después de que todo el país la señalara -se vendían camisetas- por un vídeo sexual que propagó un amante.

Para la ley no hay matices desde el año 2015: quien conoce a la víctima y da a «enviar» sin su consentimiento comete el delito de difundir imágenes íntimas y debe ser castigado. Pero en la calle, una niebla de excusas y dobles raseros protege al agresor mientras que la víctima caminará siempre desnuda a ojos de los demás. La combinación de redes sociales y teléfonos inteligentes ha llevado las viejas prácticas de venganza y extorsión a una escala mayor, global en algunos casos como los citados. En su versión sexual, las han redefinido como «pornovenganza» y «sextorsión». La primera se refiere a la distribución de vídeos íntimos, grabados con el consentimiento de la víctima pero distribuidos en red sin autorización, con intención de dañar su imagen. La segunda suele utilizarse cuando se captan imágenes sexuales de una persona sin su conocimiento para chantajearla.

Dos categorías

«Las venganzas suelen proceder del entorno de la víctima y las sextorsiones las hacen grupos organizados, normalmente desde el extranjero», explica Santiago Calderón, del grupo de Delitos Tecnológicos de la Policía Nacional. Hay infinidad de casos y variables, pero los profesionales manejan estas dos categorías como referencia básica.

Profesionales porque hay mucha gente trabajando con este material. Hay mafias digitales, gestores de webs porno, abogados de redes sociales, policías, juristas y empresas de reputación online. Por diferentes razones, todos tienen interés en estos contenidos que crecen tanto como lo hace la vida en internet.

Calderón no tiene estadísticas oficiales sobre sextorsiones y pornovenganzas. Pero el 80 % de la actividad de su grupo es investigación de pederastia. El resto, temas de acoso y coacciones con atención también a terrorismo y blanqueo. «No hay datos porque el Poder Judicial no recoge los casos con esos nombres, sino por los ilícitos en que incurren», explican fuentes judiciales. Como explica la web sextorsion.com, del proyecto PantallasAmigas, estos incidentes suelen contener varios delitos a la vez: extorsión, amenazas, abuso y corrupción de menores, revelación de secretos, daños al honor, interceptación de las comunicaciones o violaciones del derecho a la intimidad.

«Cuando se manda el vídeo de una expareja a su círculo para perjudicarla, casi siempre buscamos al autor en ese entorno. La investigación es muy tradicional al final», cuenta. Así, tras la denuncia, interrogan a quienes han podido recibir y enviar el vídeo y deshacen la cadena hasta llegar al autor. «Cuando tenemos claro quién es le detenemos y requisamos su teléfono hasta recibir autorización judicial para buscar dentro el archivo», explica Calderón. Le esperan en casa, en el trabajo. La sorpresa evita que se borren pruebas.

Más complicado es dar con quien cuelga el contenido en la red. Si el foro o la página está alojada en un servidor español, los gestores suelen colaborar aportando información de la subida, o verse obligados a hacerlo si hay orden judicial. En plataformas como Facebook, Twitter o Instagram, la ayuda es segura aunque pueda ser lenta. Pero en webs, blogs y foros extranjeros la petición de los agentes puede morir en despeñaderos legales. La cooperación de la Interpol y los cuerpos nacionales del país huésped es fundamental, aseguran los investigadores.

«Los casos que tratamos son muy parecidos al de Iveco», cuenta Calderón. Los involucrados son gente menor de 40 años; las víctimas, mayoritariamente mujeres y los propagadores, generalmente hombres. Recientemente, su grupo ha detenido a un tipo que enviaba viejos vídeos a su exnovia y a la madre de ésta, a quienes amenazaba con viralizarlos. Otros casos se quedan, al poco de entrar, en stand-by. «Tenemos a una chica que ha denunciado que hay fotos suyas en un foro extranjero muy turbio, donde se mezcla pornografía, contenido robado y pederastia. Debajo de ellas estaba hasta su teléfono. Alguien la llamó para advertirla», explica el agente para ilustrar cuánto pueden retorcerse estos asuntos. «A veces, una operación en otra comisaría hace caer a una banda y se resuelven de golpe varias denuncias nuestras», añade.

Peor solución tienen las sextorsiones. El ejemplo perfecto de este chantaje es el de chico que acepta a (presunta) chica en Facebook para poco después de haber chateado encender la cámara para masturbarse juntos. Poco después, el chico recibe «un enlace a YouTube o a su muro» con imágenes de su sesión de cibersexo. La publicación desaparece pero es advertido desde el chat de que se hará público de nuevo si no transfiere cierta cantidad por MoneyGram u otra empresa de envíos. «Parece mentira, pero sigue cayendo mucha gente. La mayoría pone la denuncia tras ver el enlace o haber pagado algo de dinero y ser extorsionados de nuevo», explica el inspector.

Estas mafias trabajan como una multinacional, deslocalizando la producción para aprovechar las ventajas que ofrece la ley en cada país. Según el investigador, «los vídeos de las mujeres que sirven de cebo se graban en Rumanía mientras que la extorsión se gestiona desde países centroafricanos. Es un ataque masivo, que se abandona si ven que no pueden sacar nada de la víctima». Spam.

Borrar el pasado

El investigador privado y periodista Francisco Canals estima que un tercio de las venganzas pornográficas no se resuelven nunca. Es menos optimista que la policía, aunque quizá cada uno sólo ve las cosas con el enfoque que le interesa. Canals trabaja desde Barcelona en proyectos de limpieza o mejora de reputación online. Como la policía busca al culpable pero no elimina el cuerpo del delito salvo indicación del juez, ofrece a quien tenga una vergüenza digital sus servicios de gestión, rastreo, eliminación y «enterramiento» del contenido mediante posicionamiento negativo en buscadores.

En su trabajo borra desde ilegalidades completas hasta manchas en el currículum personal o empresarial: mala prensa, comentarios desafortunados o información inconveniente de cualquier tipo. El acoso sexual en internet es una de sus principales ramas de negocio. «Es un mercado gigantesco donde el 50 % de las víctimas no sabe que hay vídeos suyos alimentando webs porno de Asia, Rusia y otros lugares. Captan a los visitantes mientras miran vídeos sexuales con la cámara del ordenador o del móvil, y luego los suben a las secciones caseras o de pornovenganzas de las grandes páginas de sexo», asegura Canals. En este tipo de robos de imágenes no hay chantaje. «No se venden, se usan para alimentar páginas eróticas de todo tipo, como las de "vota mi cuerpo", que tienen publicidad contextual y cobran según visitas», aclara.

Dentro del mismo sector, pero especializada en ejercer el derecho al olvido de empresas y clientes pudientes, está la empresa con sede en Castellón ReputationUp. Su director comercial, Luca Leonardi, explica que las personas físicas que contactan con ellos son marcas: famosos, deportistas o profesionales de prestigio como cirujanos o ejecutivos. Pagan desde 15.000 euros en adelante por gestionar de forma rápida la eliminación o neutralización de contenidos perjudiciales. Para ello, combinan sus contactos en Google y compañías similares con una tecnología -«básicamente 'big data' e inteligencia artificial», expone Leonardi- que les permite «monitorizar la web», localizar la mancha y «eliminarla con un 99% de éxito».

El servicio de Canals es más accesible: un caso fácil que sólo requiera dos semanas de contactos con los propietarios del alojamiento web cuesta 500 euros. Si es «un sitio anónimo o extranjero sin formulario, sin una empresa detrás, o es un blog que necesita tres meses de trabajo del investigador, el precio asciende a 3.000 euros. Todos estos servicios usan técnicas sofisticadas para trazar la ruta y dar con el autor de la publicación como reconocimiento de patrones de tecleado -una especie de calígrafo digital, con valor de prueba en juzgados- o «trampas cibernéticas para que el autor pinche y poder rastrear su IP», según explica el también periodista de sucesos.

Todo el esfuerzo, la inversión y el sufrimiento que rodea a los acosos y chantajes por contenido sexual podrían reducirse si el agresor dejara de contar con su cómplice necesario: el público. Sin su escándalo, sus aspavientos y sus gritos de «¡vergüenza, vergüenza!» al paso del expiado no hay ni porno, ni venganza, ni extorsión. Sólo sexo.

Jorge Flores, director de la iniciativa PantallasAmigas, critica el término «pornovenganza» y su deliberada densidad morbosa. «Es desafortunado. No es porno, porque no es una producción hecha para ser difundida, ni es venganza porque no hay una afrenta previa. Deberíamos hablar de difusión no consentida de imágenes íntimas», explica. Flores, que lleva 15 años dirigiendo campañas para difundir buenas prácticas en el uso de la tecnología, no habla en esta ocasión para las víctimas. Para ellas es la labor de la institución privada que dirige. Se centra en los espectadores, el auténtico vía crucis. «Que alguien compartiese algo privado no tendría mayores consecuencias si la sociedad no participara», reflexiona en conversación telefónica.

Cuatro ideas

Reparte esto en cuatro ideas. «Hay un trasfondo social que primeramente acusa a la víctima por dejarse grabar. Segundo, una cuestión de ética: Si ves que es una imagen íntima, si hay una vulneración de la intimidad, ¿por qué participas? También hay un problema de falta de empatía; difícilmente vas a dejar de enviar esos vídeos si no puedes ponerte en el lugar de la persona que sufre la agresión. Y por último, influye la forma en que vivimos. Es rápida y egoísta y vemos que enviar ese material nos hará ganar atención y popularidad. Y la ignorancia, porque reenviarlo es delito, pero no lo sabemos». Algunos juristas proponen cambiar la pena del delito, que pocas veces es de cárcel, por el de retirada del derecho de conexión a internet.

La psicología sí tiene algo que decir a quienes cargan con esa humillación universal. Entender por qué sufren es el primer paso para poder superarlo. «La vergüenza, al final, es un miedo a la muerte. Reaccionamos igual ante una situación de ridículo que ante un riesgo real de morir: nos ruborizamos, nos ponemos en situación de atacar o huir...», explica el psicólogo ilicitano especializado en sexualidad José Bustamante.

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