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Tribuna

Algo se tiene que mover tras las penas

La reforma territorial es el gran desafío de la España que está por venir y la Comunitat Valenciana ha de tener un papel importante

La Policía aleja a un contramanifestante con una bandera de España, ayer tarde. m. a. montesinos

La estrategia de la confrontación y la unilateralidad es la derrotada en la aventura catalana. Pero no más que la de la parálisis y la falta de soluciones a los problemas de financiación, competencias e identificación nacional que desde hace años pudren la actualidad política catalana y deterioran su relación con el centro de España (y lo que no es el centro). El PP recurrió en 2006 el nuevo Estatut catalán, ganó en 2010, pero no ofreció nada más que ley, orden y silencio. Las consecuencias del no-plan se vieron en 2017.

Es verdad que las banderas se han utilizado para esconder corrupción y miserias partidistas. Y es cierto que la gran crisis de 2008 ha hecho más difícil ensayar desde la Moncloa soluciones imaginativas, que siempre pasan por aligerar los bolsillos, ya exhaustos.

Llegados a este punto (final de una etapa), ni la unilateridad ni la inacción tienen más recorrido. No esperemos movimientos importantes en precampaña. El 10N coarta. Habrá que esperar a un Gobierno estable.

Pero en el medio plazo solo cabe la reaparición de la política, una vez que la Justicia ha hablado. Y será el momento de una decisión importante: apostar por la bilateralidad con Cataluña en la búsqueda de espacios de convivencia o repensar en conjunto el Estado de las autonomías. No son, en principio, alternativas excluyentes. Pero sin la segunda, posiblemente no haya solución real.

El café para todos fue una salida de emergencia en la Transición, pero en 2019 la simetría territorial no tiene aguante. La igualdad entre comunidades ha de ser de derechos y recursos económicos, pero no de identificación nacional. Pensar que un vecino de Cataluña profesa un sentimiento identitario como otro de la Rioja ha quedado claro que es una ilusión de teoría política.

La solución puede que pase, como tantas veces, por la libertad: fijada la igualdad de derechos y una distribución justa de recursos financieros, que cada territorio decida las competencias que quiere ejercer y su definición nacional (dentro de unos márgenes pactados y no excluyentes).

En la primera línea de esa reforma territorial ha de estar la Comunitat Valenciana. Ha de ser así porque tal empresa no se entiende sin asegurar que todas las autonomías juegan en igualdad de condiciones en cuanto a fondos económicos para sostener los servicios públicos básicos. Y porque también han de comenzar la nueva andadura sin lastre: la mochila de la deuda histórica debe ser aliviada de alguna manera o la equidad no será total. El proyecto se antoja como el gran reto de la España que está por venir y a los dirigentes valencianos les compete no dormirse. Al contrario, liderarlo en la medida de lo razonable.

De la misma manera, al ejecutivo valenciano le corresponderá a partir del 10N estar atento a los mensajes del norte para, si no actuar de puente con un hipotético Gobierno central socialista (proyecto demasiado ambicioso que algunos empresarios y políticos reclaman a Ximo Puig), sí colaborar en la reincorporación catalana en las estructuras territoriales.

Las relaciones con el Govern están congeladas desde el 1-O y la posterior entrada en escena de Quim Torra. Lo que pase entre València y Barcelona a partir de ahora dependerá sobre todo del ejecutivo catalán y del papel del PSC en la imprescindible reconexión. De si, como en los tiempos de Jordi Pujol, el Govern quiere un trato bilateral o se apoya en la fuerza del multilateralismo. Y de todo ese clima político y social dependerá lo que ocurra con las empresas catalanas refugiadas en la C. Valenciana. No es poco.

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