Es temprano y hace frío en la calle Zapadores. Por eso se sientan, abrigados y juntos, y se aprietan contra la pared del edificio situado justo enfrente de la comisaría del Cuerpo Nacional de Policía. Es allí donde les dicen que tienen que esperar. Y allí están. Esperando. Hay hombres, mujeres y niños. Familias enteras sentadas en el suelo esperando que se hagan las 15 horas, momento en el que se abre el turno para que puedan solicitar la cita previa para pedir asilo y protección internacional. Así que hacen cola para la «pre-cita». Son mujeres, hombres y niños. De edades y nacionalidades diversas. Vienen de municipios de la provincia de Valencia (Oliva, Carlet, Xirivella...) ya que la de Zapadores es la única comisaría habilitada para tal fin. Si en la petición de asilo hay menores de por medio deben estar presentes. Y así, familias enteras esperan ser atendidas de 15 a 21 horas para que les den la cita previa para pedir refugio porque o están o van a estar en situación irregular.

Por eso, la mayoría de las personas que hacen cola llevan menos de 3 meses en València y «necesitan» pedir amparo internacional para entrar en el sistema de protección para regularizar su situación. Temen la orden de expulsión. Todos afirman que su vida corre peligro en sus países de origen: Venezuela, Colombia, Ecuador, El Salvador, India, Pakistán... Todos aseguran que por eso huyeron. Por eso son solicitantes de asilo. O al menos quieren serlo. Por eso, esperan. Y se aprietan para combatir el frío. Sin embargo, en la comisaría de Zapadores solo atienden a 20 personas cada día, por orden de llegada. Les dicen que se apunten en un hoja en blanco (sin membrete oficial ni nada parecido) y que esperen a que sean las 15 horas y llegue su turno. Por eso madrugan. O duermen allí. Para apuntarse en una hoja y cruzar los dedos para no tener que regresar al día siguiente porque falte algún papel, o alguna foto o el padrón. O el documento que acredite donde viven.

Al despuntar el alba, frente a la comisaría de Zapadores solo había dos personas: Helen y Jonhy, de Colombia. Habían pasado la noche allí, en la calle, para ser los primeros al día siguiente. «Vivimos en Carlet y nos quedábamos fuera porque siempre había apuntadas más de 20 personas cuando llegábamos. Así que decidimos pasar la noche aquí», explica Helen. Quieren pedir asilo para ella y para los hijos de ambos, de 9 y 4 años. Los críos llegan pasadas las 11 de la mañana. Los trae un familiar. «Los chiquillos tienen que estar presentes pero no queríamos que pasaran la noche en la calle. No quería ni dejar sola a la mujer, por eso me he quedado para acompañarla. Yo ya llevo aquí un año, ya realicé mi petición de asilo y ahora quiero incluir a mi esposa e hijos en el expediente», explica Jonhy.

Papeles para trabajar

Jonhy trabaja ahora por 930 euros para una subcontrata de la Administración. Con ese dinero viven los cuatro. Hasta que consiguió el permiso de trabajo su jornada en el sector de la construcción era de 6 a 22 horas por 30 euros. Economía sumergida. La única manera de tener ingresos para las personas en situación irregular. Lamentan «los problemas que tenemos en el colegio al no poder acceder a la beca de comedor -por no tener los papeles en regla- y por las dificultades que se plantean en un colegio que no ayuda a los hijos con el valenciano, que les está costando».

Jawlensky y Hikmat esperan en el mismo lugar con su hijo Tonny, de 7 años. Para combatir el frío el crío lleva guantes y viste un mono de nieve. El padre llegó a España el 23 de julio. Diez días después llegaron la madre y el hijo. Han ido a la comisaría en cinco ocasiones. En la última no pudieron tramitar la cita previa porque «el fondo blanco de la foto de carné no era lo suficientemente blanco». Con el pasaporte en la mano y sin ningún otro papel, afirman que se ven obligados «a ser invisibles». Viven de alquiler en Sagunt gracias a un amigo «que formalizó el contrato porque nosotros, sin papeles, tampoco podemos hacerlo». Llevan el documento del padrón porque «la vecina nos empadronó en su casa» y lamentan la situación de vulnerabilidad extrema a la que se ven sometidos «tras todo lo que hemos vivido. Solo queremos papeles para trabajar, para iniciar aquí la vida que no podemos tener en Venezuela».

La policía le explica a este diario que, si no hay padrón, «sirve una declaración jurada o cualquier documento similar». No fue eso lo que le explicaron a Josué, de El Salvador. «Tardé un mes en poder conseguir el padrón que me exigían». Y con todo, aún sigue pendiente de solicitar la cita previa. Lleva bajo el brazo la carta de defunción de su hermano, muerto por la guerrilla. «Si vuelvo, a mí me matarán también», añade. A su lado está Edgar. Llegó hace 10 días junto a su hijo de 17 años, al que la guerrilla colombiana quiere reclutar. Se macharon de allí en 48 horas. La familia al completo está «amenazada de muerte». No había dinero para todos y la prioridad era sacar a su hijo mayor del país. La madre y hermana siguen al otro lado del océano.

Margarita (Honduras) nos mira. Jamás pensó que a sus 52 años huiría de su país con su nuera y su nieto. Pero así ha sido. «Tenía un restaurante y lo vendí. No tenemos nada pero estamos vivos», respira. Y la espera sigue, y con ella, la desprotección del que pide asilo.