Acuden a la cita puntuales. Tienen entre 19 y 23 años, y una bonita sonrisa, aunque la vida no les permita sonreír demasiado. Se muestran amables, aunque no acaban de comprender el interés que pueden suscitar sus vidas. Se conocen. Unos más que otros. Fueron niños solos migrantes. Ahora son extranjeros jóvenes. Ya cumplieron los 18 años. Y eso, para el sistema de tutela y protección de menores son palabras mayores. No hubo velas, ni fiesta, ni tarta. Ni tan siquiera fue su cumpleaños real, sino el que consta en el registro del sistema. Y el regalo es la calle. Y así, un crío pasa de la protección a la nada en 24 horas. De tener un techo y comida a ser un sin hogar al cumplir la mayoría de edad.

Sin embargo, no ha sido ese el caso de los seis jóvenes que protagonizan este reportaje. Ellos forman parte del primer programa de emancipación que está llevando a cabo la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas. Es decir, ellos son los que más tienen, y lo que tienen es entre poco y nada. Ellos son los que mejor están, y su vida está repleta de carencias. Ellos son de los pocos que tienen una plaza en un piso tutelado tras salir del centro de menores. Un techo. Lo mínimo.

«Portarse bien, hay que portarse bien». Lo repiten durante toda la entrevista. Esa es la clave para ser «uno de los elegidos». Por eso, lo poco que tienen es gracias a «tener siempre la cabeza fría, ser perseverantes y aguantar». No hay impulsividad adolescente que valga. La suerte es, además, un factor determinante. Es decir, que haya una plaza libre justo en el momento en el que uno debe abandonar el centro de «menores» porque ya es «mayor». De hecho, la conselleria lo recalca en el argumentario del proyecto de emancipación: «El objetivo es apoyar su proceso de transición a la vida adulta siempre que exista un compromiso y capacidad de esfuerzo para su plena inserción social y laboral».

Oferta insuficiente

Y es que la oferta y la demanda descuadran a todas luces. En 2015 había 62 plazas para los 315 migrantes que cumplieron la mayoría de edad. En 2019 hay 124 para 436. Y el que no consigue entrar en el programa se queda solo, sin recursos, sin techo y sin documentación. Carne de cañón con una vida por delante. Por eso, hablan de las decenas de compañeros que se quedan en la calle, que viven en parques, en casas okupadas de cualquier manera... Dos de los protagonistas de este reportaje han pasado por eso. Dos de seis. «La calle es lo peor», afirman.

Los seis jóvenes que protagonizan este reportaje son marroquíes. Migrantes, marroquíes, menas, exmenas. Se les acumulan las etiquetas. Viven con ellas desde que llegaron. Invisibles pero reales. Así que son cautelosos y emplean bien el castellano que saben. Lo han aprendido deprisa. Necesitan comunicarse. Todos hablan entre dos y tres idiomas. Hay quien habla cuatro y cinco. Y repiten que no se puede generalizar, con nadie, con nada.

«¿La policía? Ufff... mejor lejos». Cuentan situaciones que ponen los pelos de punta. Hablan de palizas. Hablan de amigos, de conocidos, de iguales... con tremendas experiencias. Con cicatrices y señales de haber sido torturados. Hablan también de marcas en las mejillas, de mafias en los centros de menores de Ceuta y Melilla que extorsionan a los niños. «Que roben para ellos, que pidan para ellos... Y si no accedes... marca en la cara. Marcado de por vida», explican. Etiqueta visible de delincuente. Acudir a la policía y denunciar los abusos es algo impensable. «La policía no nos trata bien. La policía mejor lejos», afirman. Pero también recuerdan a «ese policía» que en algún momento fue «bueno» con ellos. Les dejó marchar, les ofreció un bocadillo o les regaló unas zapatillas. «No se puede generalizar», repiten.

Lo mismo pasa con los centros de menores por los que han pasado. Los seis estuvieron entre tres y cuatro años en el centro de recepción (de Monteolivete, Buñol y Alborache), conforme la conselleria habilitaba las instalaciones y trasladaba a los menores. «Allí hemos visto de todo, cosas feas, situaciones graves. En Monteolivete estaba todo fatal, pero estaba en la ciudad. En los pueblos lo hemos pasado muy mal, no nos querían allí».

Ellos, que llegaron con 16 años dispuestos a trabajar no pueden hacerlo. Ese fue el motivo de su viaje. Trabajar. Era y es su objetivo. Porque los españoles sí pueden trabajar a los 16 años, pero los migrantes tutelados no pueden hacerlo porque forman parte del sistema de protección. Y estar en el sistema significa cumplir unas normas. Muchas normas. Todas las normas posibles del mundo porque la Administración es su responsable y cualquier error puede iniciar un viaje de no retorno. No pueden equivocarse, ni salirse del tiesto, ni protestar, ni dar problemas. «Portarse bien». Lo dicho.

La policía les para constante. Les piden «papeles». La tortura invisible del migrante. Algunos salieron del centro de menores con su permiso de residencia. Otros, no. Dos de ellos carecen aún de documentación. De los seis solo uno tiene empleo. Consiguió el permiso de trabajo «porque un empresario y su familia quiso ayudarme. El hombre tuvo muchas dificultades porque en Extranjería todo eran problemas. Nos piden un contrato de 40 horas semanales por un año, y más de 1.000 euros». Gracias a ese contrato consiguió su permiso y ahora trabaja «por horas» en otra fábrica. El empresario que quiso ayudarlo ya no tiene trabajo para él «pero gracias a lo que hizo por mí ahora puedo trabajar». Su contrato actual es de un mes. El resto no trabaja ni tiene permiso para hacerlo. De forma legal. Así que viven explotados. En el campo, en la obra... Algunos estudian, pero no en lo que quieren, sino en lo que «pueden». «A mí me interesa la peluquería pero solo había plaza en un curso de fontanería. No me gusta nada pero no falto a las clases», explica uno de ellos.

Sin licencia para soñar

A veces, sueñan de noche. Pero nunca de día. No pueden permitirse esa licencia. Ni se lo plantean. ¿Sueños? Eso no existe para un joven sin recursos, migrante y marroquí. La vida no les permite soñar. «El día que tenga los papeles -dice uno- monto una fiesta». «Yo cuando consiga el trabajo», apunta otro. Sueños inmediatos. Para qué montarse castillos en el aire.

Si hablamos de integración fruncen el ceño. «Nosotros queremos integrarnos pero para eso hace falta que la otra parte nos acepte. Y notamos rechazo. Nos miran con desconfianza, se cogen el bolso, nos insultan... Y si hablamos en árabe ya ni te cuento. Y entre nosotros hablamos árabe, claro. Pero entonces es ya como si fuéramos terroristas». Se acumulan las etiquetas. La ley de Extranjería les impone un contrato de trabajo imposible para cualquier joven nacional, sin tener en cuenta que, los marroquíes, además, son «las personas migrantes que tienen más dificultades para conseguir un empleo», según el último informe de CES sobre La inmigración en España: efectos y oportunidades, publicado est año.

Sus familias les vieron partir hace años pensando en un futuro para ellos. Así que les mienten sobre cómo están aquí. «Les decimos que todo está bien, claro. ¿Para qué les vamos a preocupar? Bastante tienen», afirman.

De sus viajes hasta España hablan de pateras y de buscar hueco en los bajos de un camión. Recuerdan cómo hay que «esperar a que los guardias estén 'vagos' y buscar hueco». Hay que ser rápido. No dudan al asegurar que volverían a hacerlo: «Claro que lo haríamos de nuevo. Allí hay violencia y pobreza. Vinimos para trabajar. Somos jóvenes, fuertes y sanos. Si nos dieran la oportunidad, no fallaríamos».

Los migrantes no tiene derecho a voto en España. No saben mucho de política pero sí les ha quedado muy claro que hay un partido que va «a por ellos» de forma evidente. Conocen sus siglas. Eso está en la calle y es su realidad. Surge el término delito de odio. No saben ni lo que es. Y sonríen al pensar en tener que ir a la comisaría a denunciar que les han llamado «moro de mierda» o que han sufrido discriminación de cualquier tipo. «Viviríamos en la comisaría... No haríamos otra cosa», afirman, porque eso «nos ocurre a diario».

Como este grupo de seis jóvenes son parte de los migrantes más afortunados del sistema de protección de menores, reciben una paga diferente en función de la asociación o fundación que gestione el piso tutelados en el que viven. Sus pagas oscilan entre los 10 y los 40 euros semanales. Eso sí, los que reciben 40 euros deben pagarse de ahí la comida. Y ahorran lo poco que cobran para, por ejemplo, sacarse el carné de conducir. «Eso abre más puertas», explican.

En sus pisos tutelados les asignan unas tareas y ellos cumplen. Hacen lo que les dicen y sobreviven. No se relacionan con españoles, pero no quieren generalizar. Lo mismo les pasa con los educadores. Se quejan de algunos y cuestionan el trato que reciben. Pero hay otros educadores que son para ellos su familia. Uno de ellos está sentado a la mesa. No quiere protagonismo, pero es el pilar de seis vidas que lo miran con inmensa gratitud.