Estaba convencido de que, con el pensamiento, se podían afrontar los retos de siempre, pero, también, los propiamente actuales o quizás, como a él le hubiera gustado más: aquellos que solo ahora se presentan como actuales, aunque hayan estado desde siempre

y estén destinados a ser en el futuro, independientemente de las soluciones que los contemporáneos podamos aportar. De hecho, son muy pocos los preocupados por no confundir lo actual con lo real, pero él era uno de los más coherentes. Esto hace que la lectura de sus textos, en un mundo siempre tan acelerado como el nuestro, no resulte fácil.

A pesar de que procuró que, al menos una parte, fuera accesible a un público amplio. Pero ni aún así pudo evitar completamente su recurso característico: la activación, aunque no siempre de las categorías filosóficas y su jerga, sí de su rigor, propio de quien no abandona una cuestión antes de haberla expuesto ante todos los abogados del demonio conocidos.

Esta actitud le había reportado en el pasado (años 70), «éxitos» indiscutibles como son la predicción de los inevitables: socialdemocratización del PCI; progresivo desvanecimiento del enfrentamiento ideológico que había marcado la guerra fría; desplazamiento del eje de conflicto Este-Oeste (USA-URSS) por otro entre Norte y Sur, es decir, entre un hemisferio rico (que más pronto que tarde debía marginar las diferencias ideológicas remanentes en su interior) y otro pobre.

Dentro de este, a su vez, había diferencias tan importantes como para sostener que la rebelión de los pobres, debían comenzarla necesariamente los menos pobres de los pobres -lo cual le sirvió para comprender anticipadamente la extensión progresiva del terrorismo internacional.

En esta línea, desde los años 90 y nadando contracorriente, hablaba de declive del capitalismo y de su carencia de futuro -mientras argumentaba que era imposible el acuerdo y la distensión entre los vencedores de la guerra fría: liberalismo económico, democracia política, cristianismo. Lo que, últimamente, se había transformado en imposibilidad de acuerdo entre los factores que conforman aquello que denominamos capitalismo -al que no le esperaba la sustitución con ningún modelo «alternativo», sino la hegemonía, no compartida con nada ni con nadie, de un poder técnico, capaz de arrasar con cualquier rival que osara discutir su aumento indefinido. Pese a todo, por lo que le he conocido, me atrevo a decir que estas perlas mediáticas, que otros habrían convertido en instrumento continuado de seducción intelectual, para él eran solo consecuencia de una estructura mucho más fuerte, además de difícil de asimilar para el lector no especialista.

Al frente de la cual figuraban principios tales como que aquello que es, no puede no ser y, consecuentemente, no puede no haber estado y no ser ya; ni, tampoco, puede ser mañana y no ser todavía. Por eso mismo, a continuación de la eternidad, pero a su mismo nivel, figuraba la convicción de que no hay hecho o decisión que no involucre a todos y a cada uno. En una de las últimas obras, sostenía que su muerte, como la de cualquier de nosotros, involucraba todas las muertes, incluidas aquellas pertenecientes a los más lejanos pasado o futuro.

Esto significaba entre otras cosas, que el capitalismo, o cualquier otro ente, por humilde que sea: la brizna de hierba o el pelo de la barba socrática sin ir más lejos, ha sido y será siempre -mientras hacía tambalear las cómodas cronologías con que trabajan las ciencias sociales y promueven tópicos que acaban por parecer inamovibles. Su discurso no se detenía tampoco ante las otras ciencias, naturales y formales, en lo que tienen de supuesto e interpretado, aunque solo en contadas ocasiones lo reconozcan.

En este caso, le sucedió lo que mucho antes había sucedido con aquel que, de todos sus referentes, le resultaba afectiva e intelectualmente más próximo, a pesar de su irrelevancia internacional y de su extrema incorrección política, G. Gentile: solía levantar contra sí los viejos prejuicios de la «exactitud» científica contra el «desvarío» de los filósofos -mientras se dejaba escapar la posibilidad de reconocer el compromiso existente entre la civilización industrial y la producción del pensamiento idealista. Sabía que pasar de un nivel al otro del discurso, implicaba riesgos y dedicó la vida a aproximarlos, sin sacrificar la profundidad.

En la medida posible, compensaba, sin proponérselo, con una elegancia y atención por el prójimo difícil de encontrar, aún menos en el envarado mundo académico, tantas veces más preocupado por las formas y los intereses más o menos mezquinos, y muy poco por los contenidos. Lo recordaré siempre, preocupado por mi alojamiento en Venecia cuando yo acababa de llegar con una beca predoctoral; o por las mejores condiciones para cambiar los pañales a mi bebé en su casa de Brescia.

Ahora bien, quizás ningún recuerdo igual al de una noche de San Juan en Barcelona: había tenido un acto en la Fundació Tàpies, acompañábamos a la pareja al hotel Colom y de repente, maravillado por los sonidos que emitían las gaviotas sobrevolando la catedral, se dirigió a su mujer, a la que estimaba con delirio: Esterina, guarda, gabbiani!