Nació en un pueblo de Ghana, en medio de la selva, un martes. Por eso se llama Ousman, porque «en mi país no importa el año en el que naciste, sino el día». Así que no sabe con exactitud si tiene 30 o 31 años. Que Ousman Omar viva es casi un milagro u obra de varios milagros, según se mire.

Nació en una tribu que considera un peligro al bebé que «mata» a su madre -su madre biológica murió en su alumbramiento y lo único que pudo salvarle de otro final fue que su padre era chamán-; con 13 años, atravesó el desierto a pie (con temperaturas extremas, casi sin agua y víctima de las mafias) hasta llegar a ese infierno que llaman Libia; desafió a la muerte en ese país y en una travesía en mar que no le desea a nadie.

Durante ese eterno viaje vio morir a más de 95 personas. Y después de 5 años de penurias, llegó a Barcelona para pasar a ser un invisible más, un joven sin papeles ni presente ni futuro, que comía de la basura y dormía en la calle. La muerte en vida. Pero encontró a «la Montse», su madre española, y su vida cambió.

Pero Ousman no está en València para contar su historia, que también. Está en València invitado por la Fundación Mainel para buscar fondos para su proyecto, una ONG que fundó en 2012 -lleva por nombre «Nasco Feeding Minds» cuya traducción es «alimentando mentes»- cuando invirtió el dinero de su trabajo arreglando bicicletas en la compra de 45 ordenadores y el sueldo de dos profesores.

«Hay que alimentar mentes»

Así nació un proyecto que persigue la «alfabetización digital» como un objetivo de «acceso a la educación» de quienes creen que en «el país de los blancos» está la prosperidad que buscan. «A nosotros nos venden que Europa es el paraíso y cuando llegas aquí te das cuenta de que ha sido un gran error. Vives en un estado de semiesclavitud (en el top manta, en las playas recogiendo chatarra, en los invernaderos...), pero ya no puedes regresar. Hay que trabajar en el país de origen para evitar que caigan en la trampa. Basta ya de caridad con África porque eso no va a cambiar nada. Hay que pensar globalmente pero actuar localmente en los países empobrecidos. Hay que alimentar mentes, no barrigas».

La vida de Ousman dio un giro cuando conoció a «la Montse», su madre española, la mujer que cambió su vida. «Yo vivía en la calle y tenía 16 o 17 años cuando la conocí. Empezamos a hablar pero, claro, yo hablo varios idiomas pero ella solo español y catalán. Aun así nos entendimos, porque queríamos entendernos», explica. Así fue como una familia catalana se convirtió en su tutora legal y le ayudó a despegar, a iniciar una nueva vida.

Estudió Química y Marketing

Y así, en 13 años, un joven africano analfabeto, pero curioso por naturaleza, amante de la ciencia y del conocimiento, obtuvo un posgrado, estudió Química y Relaciones Públicas y Marketing, trabajó en un taller de bicicletas, escribió un libro «Viaje al país de los blancos» y fundó una ONG pensando en sus iguales, en quienes arriesgan su vida por una mentira.

«La primera noche que dormí en casa de mis padres no podía conciliar el sueño. No paraba de llorar por tanta crueldad, por todo lo que había pasado», recuerda. Desde entonces un único pensamiento domina su mente: «qué puedo hacer para que los jóvenes de mi país no caigan en la trampa. Qué puedo hacer por todos aquellos compañeros que no tuvieron mi misma suerte y murieron por el camino».

La idea cogió fuerza cuando su hermano pequeño le contó que su plan era vender las gallinas y sus escasas pertenencias para seguir sus pasos. «Le dije que el auténtico paraíso está en su cabeza, está en su casa. Ahí me di cuenta de que debemos trabajar en el país de origen. Y aún ahora cuando voy me ven como un triunfador y yo les digo que el triunfador es mi hermano, que se quedó allí, que estudió y que gracias a nuestro proyecto montó una plataforma digital. La inteligencia no tiene color y necesitamos dar formación a los jóvenes, que tengan una opción de futuro en sus países para prosperar porque en Europa les espera la nada, la miseria más absoluta».

El joven puso en marcha la iniciativa tras entrevistarse con el ministro de Educación de Ghana, que aceptó un proyecto piloto.

Así se crearon 8 aulas de informática que emplean 23 escuelas y por las que han pasado más de 15.000 chavales. Solo este curso las aulas tienen 2.800 alumnos. «Ahora necesitamos financiación para seguir creciendo. Los críos con los que empezó el proyecto hoy son programadores con niveles increíbles. Entre todos podemos cambiar la historia», concluye.