Toda la ropa de Rocío cabe en una bolsa de tela a los pies de la cama. La de sus hijos está cuidadosamente doblada y ordenada en un armario muy cerca de donde duerme. Si usa algo, lo vuelve a plegar. «Para poder venir y meterlo rápidamente en una maleta». A la entrada de su vivienda, a mano derecha, tiene una habitación llena de muñecos, bicicletas y balones, donde se puede ver un pequeño montón apartado del resto. «Son los juguetes favoritos de los niños, los tengo ahí para llevármelos, por ellos».

Rocío vive con la indefensión y el miedo que provoca pensar que, cualquier día de estos, tendrá que dejar la casa en la que vive con sus tres hijos, de once, nueve y siete años. Esta madre soltera sin ingresos lleva así desde hace dos semanas, cuando supo que el piso donde vive (y sobre el que ya pesaban dos órdenes de desahucio) fue comprado por una empresa ligada al fondo buitre estadounidense Cerberus, el día 20 de diciembre de 2019. Quince días en los que ha intentado ponerse en contacto con su nuevo casero sin éxito. Lo único que le llega es la negativa de la gestora para hacer un alquiler social.

El de Rocío es un perfil muy común si hablamos de familias afectadas por procesos de desahucio, y en concreto por fondos buitre en la Comunitat, según asegura Nacho Collado trabajador del servicio de mediación de València para evitar desahucios, denominado Sipho. Este domingo, el Consell anunciaba, tras reunirse en Dénia, un nuevo protocolo antidesahucios y la aspiración de ampliar el parque de vivienda social para evitar que esas casas caigan en manos de fondos buitre.

Vive al día

Pero para Rocío, que anda escasa de tiempo, estas promesas valen poco o nada. De momento, está viviendo al día, en un piso del que está deseando irse pero no puede porque no tiene a dónde. Para Nacho Collado, los procesos de desahucio implican destruir cualquier proyecto vital de la persona afectada. «En una situación así la gente no puede buscar trabajo, no puede comprometerse a nada porque no sabe si mañana va a tener casa, no puede tener ningún proyecto que requiera más de un día vista porque no sabe si va a tener que irse debajo de un puente», asegura.

Pero esto es solo el principio, la pesada losa que debe soportar Rocío trae consigo más problemas, físicos y emocionales. Para Collado, «las personas que viven un proceso de desalojo lo pasan muy mal físicamente y son un desastre emocional».

Rocío, como la gran mayoría de gente en su situación, ha pedido todas las ayudas habidas y por haber. Entre ellas, la Renta Valenciana de Inclusión (que ya tendría que haberle llegado) y que supondría un soplo de aire fresco en su situación. Pero ni con eso le ayudaría a levantar cabeza. Como señala Collado, «muchas familias que vienen al Sipho y cobran la Renta Valenciana siguen sin encontrar alquileres. Con mil euros al mes es imposible que puedas acceder a una vivienda en la ciudad, porque las inmobiliarias están exigiendo un seguro y una fianza de tres veces el valor del alquiler. Si ahora el precio medio del arrendamiento es de 700 euros en València, debes asegurar que tienes unos ingresos de 2100 euros mensuales. Eso excluye del mercado del alquiler alrededor del 60 % de la ciudadanía».

Por el momento, Rocío ha recogido su casa y ha tirado muchas pertenencias para quedarse con lo justo «¿Si yo no tengo dónde ir cómo voy a tener un lugar para dejar mis cosas?». Después de tres generaciones de su familia viviendo en el barrio y con sus hijos escolarizados allí, está haciendo a la idea de tener que irse. El problema es que no tiene a dónde. Confiesa que ha buscado por toda València, pero le ha sido imposible costearse nada. Ahora que no tiene casi de nada, Rocío se afana en doblar bien la ropa. Prácticamente vive atada a las maletas.