Fatema lleva cocinando desde el martes por la mañana. En la mesa no cabe ni un pastel, ni una tortita (hay tres distintas), ni un bizcocho más. Hay miel, y leche, y queso. Y, cómo no, una jarra de té humeante. Esa una fiesta. Como en las grandes comidas del Ramadán. Todo es poco para recibir (ayer tarde) en su casa del barrio de Russafa a los dos hombres que, solo 10 días antes, recuperaron de las garras de la muerte a su bebé, Omar, que nació, como dicen que lo hizo Jesús, el 24 de diciembre. Sus héroes, recibidos con honores por el padre del niño, Adil, son los dos policías nacionales que el pasado domingo, 16 de febrero, salvaron la vida al niño reanimándolo hasta una docena de veces cada vez que las apneas y la bronquiolitis le hacían perder la respiración y el pulso. Han hablado por teléfono muchos días, pero esta es la primera vez que todos ellos se vuelven a ver.

El bebé pasó seis días en la UCI pediátrica del Hospital Clínico, y ya ha remontado por completo la grave dolencia respiratoria. Tanto, que ha crecido cinco centímetros en estos diez días y ha ganado casi medio kilo.

«Mi hijo estaba muerto. Nuestra vida se había arruinado en ese momento. Y ellos lo salvaron. Ahora ya son nuestra familia y esta es su casa. Para siempre», resume Adil, que procede de Kenitra, al norte de Rabat y lleva doce años en España, trabajando sin descanso en la construcción, el transporte y en cualquier trabajo que se le haya puesto por delante.

Los policías, Rui y Juanjo, corresponden al agradecimiento y hospitalidad de Adil y Fatema con tres regalos, dos de los cuales llevan sello de la casa: una gorra de la Policía Nacional -«le va a quedar grande», se disculpa Rui con una sonrisa, «pero es la más pequeña que había»- y un body de color azul corporativo en cuyo pecho se reproducen las letras «policía» de los uniformes de verdad que Juanjo le ha encargado. Y un peluche, por supuesto.

El bebé cambia de los brazos de uno a otro, pero sin la desesperación y la tensión del día 16, cuando Rui reanimaba al bebé, colocado a lo largo de su antebrazo, con masajes cardiacos constantes imprimidos con los dedos de su mano libre, mientras Juanjo le abría el corredor de seguridad necesario, apartando a ciclistas y curiosos arremolinados a su alrededor. Durante 25 interminables minutos.

Fatema, oriunda de Larache, apenas habla. Su dominio del castellano aún no es demasiado fluido, pero no deja de sonreír. Y de mirar. No puede evitar que los ojos se le vayan constantemente hacia su primer hijo. Cuando duerme confiado, cuando los policías le dan un biberón o cuando se remueve inquieto. «Tiene mucho miedo desde que pasó esto», justifica su marido. «Se despierta por la noche, o no duerme, y se va a mirar todo el rato al niño. Está en la cocina, y sale enseguida al salón para mirarlo y comprobar que está bien. Incluso se enfada porque me voy a trabajar y se queda sola, pero claro, tengo que ir porque hay que pagar el alquiler y la comida y todo eso», explica Adil, preocupado.

Por eso esa mesa desbordante de delicias es un gracias gritado en silencio, porque Fatema las ha hecho con sus manos robándose el tiempo que querría haber pasado con Omar. Llega la hora de irse. Un último vistazo al niño. Y Rui y Juanjo coinciden: «Es, con diferencia, nuestro mejor servicio». Sin duda.