La habitación, blanca, austera, con 14 sillas colocadas en arco frente a una pizarra cubierta con una pantalla extensible, empieza a inundarse con los primeros acordes del himno feminista en que se ha convertido «La puerta violeta» de Rozalén. Las 13 alumnas entran, entre cohibidas y ligeramente tensas, pero sobre todo, expectantes: hoy hay dos intrusos, uno de ellos, además, hombre. «Una niña triste en el espejo me mira prudente y no quiere hablar», acaricia la voz rasgada de la albaceteña.

Se sientan, colocan sus carpesanos sobre las piernas y esperan. Algunas cuchichean. Otras guardan silencio. Están acostumbradas a la disciplina. Y respetan. Thais, la más inquieta, reconoce el estribillo, da un brinco contenido y se lanza a tararear bajito con los ojos iluminados: «Y dibujé una puerta violeta en la pared. Y al entrar me liberé, como se despliega la vela de un barco. Desperté en un prado verde muy lejos de aquí. Corrí, grité, reí».

En sus gargantas, el himno resuena más dramático aún. Y no sólo porque varias de ellas han sido, son -aún no han podido romper con su maltratador, que las sigue vigilando en la distancia- víctimas de las violencias machistas, sino porque estas 13 mujeres son presas del centro penitenciario de Picassent que están cumpliendo condena.

Por eso, la metáfora de la puerta adquiere cierto tinte de amarga ironía, pero no el color. Cumplen el castigo que la Justicia ha tenido a bien imponerles, en su mayoría, por delitos de robo, pero también por tráfico de drogas y hasta por maltratar a una familiar, pero su derecho a aprender a «ver el mundo a través de las gafas violeta» de la igualdad entre hombres y mujeres, como recuerda Thais, está intacto.

Por eso, desde 2010 -esta es la novena edición en Picassent-, Instituciones Penitenciarias puso en marcha un proyecto pionero, bautizado como SerMujer, que busca formar en conceptos como igualdad, violencia de género, sexualidad entre iguales, asertividad, empoderamiento, autoestima, límites, habilidades sociales de comunicación, mito del amor romántico o autoafirmación a uno de los colectivos femeninos más invisibles: el de las presas.

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Programa "Ser mujer" en la cárcel de Picasent

Como en todo taller o actividad en la cárcel, son las reclusas quienes tienen que pedir su inclusión en el programa, que se prolonga, a dos sesiones semanales de cuatro horas, desde noviembre a mediados de junio. Un máster acelerado en igualdad y violencia de género. Y Susana Martín Alvarado, jurista de Instituciones Penitenciarias que lleva 36 años trabajando de rejas para adentro en una lucha sin cuartel por intentar dar sentido al objetivo central de todo, la reinserción de los reclusos, es su coordinadora. Y una de las pioneras.

Seis mujeres más -dos juristas, tres trabajadoras sociales y una psicóloga- son su apoyo a la hora de impartir las clases. En esta sesión del jueves pasado, especial para las chicas porque han consentido recibir la sesión en presencia de dos extraños -un fotógrafo y una redactora de Levante-EMV a quienes se ha permitido participar como testigos de excepción-, Susana ejerce de maestra de ceremonias, con el apoyo de Mercedes, una de las juristas del programa, y Cora, una estudiante en prácticas del doble grado Derecho- ADE.

Las alumnas están inquietas. Las sesiones, como la anterior, que versó sobre violencia de género y acabó con las emociones revueltas y las lágrimas en las mejillas porque se removieron en ellas las experiencias pasadas, son un ejercicio de intimidad compartida bajo la máxima de «lo que pasa en el aula, se queda en el aula». Por eso nuestra presencia es un elemento de distorsión.

Y Susana lo maneja con habilidad. Silenciada la voz de Rozalén, las tranquiliza con cinco minutos de relajación y mindfulness que las resitúa donde deben estar: en el curso que les está enseñando a poner nombre a lo que antes no era más que, con mucha fortuna, una ligera percepción de que algo no andaba fino por dentro. A ser mujeres.

Como es una sesión especial, la coordinadora ha optado por no continuar con la unidad que estaban viendo, la de la violencia machista y todas sus modalidades y derivadas, y ha diseñado un repaso a lo que han aprendido y visto hasta ahora. Sirve para mostrar el trabajo hecho con las chicas, pero también para que rememoren y refresquen conceptos asentados con ejercicios, con terapias de grupo y con debates. Un lujo en un lugar como este.

«Ah, sí, de eso me acuerdo, era lo de los roles de género». «Sí, porque una cosa es el sexo con el que naces y otra es el género», rebate Sheyla, un metro casi noventa de mujer, «dos con los tacones», matiza. Nació hombre pero se sabe «mujer y lesbiana desde que tengo uso de razón». Así que en esto de los roles habla con conocimiento de causa.

Grupos heterogéneos

Es la primera edición en la que cuentan con una mujer trans. Intentan que los grupos sean «lo más heterogéneos, multiculturales y diversos posible». Así se abordan y se ven todos los feminismos. Y se les enseña a detectar todas las discriminaciones. Hay mujeres gitanas, latinas y de países del Este. Jóvenes y mayores. Solteras y casadas. Con hijos y sin ellos. Heterosexuales y lesbianas. Hay quien tiene estudios y quien no. O los está completando ahora en la cárcel. Eso sí, para entrar, se requieren unos mínimos: «El objetivo es que no abandonen el curso antes de que termine. Por eso tienen que estar cumpliendo ya una condena y que les quede al menos un año de estancia en la prisión. Se les pide actitud, compromiso e implicación. No pueden faltar salvo causa muy justificada. Y, desde luego, que no consuman drogas. Las necesitamos despiertas y atentas». Todos los años seleccionan a 18, que acaban quedándose en unas 14. Son las cifras ideales para que las clases sean un éxito.

Susana ya tiene captada su atención con el repaso. Ha tenido que recordarles, apenas un par de veces, que para intervenir deben alzar el dedo. Les amplía algún concepto, aprovecha para corregir alguna «pregunta desenfocada», para inculcarles que lo fundamental es «trabajar para tener una buena autoestima» que les ayude a reconstruirse y pisar fuerte.

La coordinadora les arranca los últimos flecos de tensión anunciando: «Vamos a hacer el juego de las casas. Os acordáis, ¿verdad?». Se ponen en pie y forman los grupos. El juego es divertido, interactivo. Trabaja la individualidad, pero también el equipo. Unas ganan, otras pierden. El aula se llena de carcajadas.

«Ahora, vamos a hacer grupos de trabajo. Poneos con quien queráis». La atención es máxima. No se aprecian grupos cerrados. Las integrantes de cada equipo van cambiando de una actividad a la otra.

Les lanza preguntas sobre la relación entre violencia de género y conceptos como la construcción de la identidad de género, el mito del amor romántico y la pareja o las habilidades y competencias sociales. Cuando acaba el tiempo de reflexión por equipos, las invita a leer el resultado de la discusión. Todas y cada una de ellas manejan con bastante soltura conceptos psicológicos que la mayoría de ellas desconocía antes.

Y cuando un concepto patina, Susana les recoloca las gafas violeta. A veces cuesta. La presión social, los estereotipos de género, la tradición heteropatriarcal pesa demasiado. Pero, en general, tienen bien asentados los conceptos. Se están fortaleciendo. Están creciendo por dentro. Se llama empoderamiento.

«¿Y qué me decís del mito de que las mujeres aguantan porque les compensa?, lanza Susana, de pie frente a ellas. «Es una justificación de los propios hombres maltratadores», salta una de las alumnas.

Se abre un debate y hay consenso. Pero, cuando se verbalizan las razones por las que algunas mujeres se resisten a romper, a denunciar a su verdugo (salen la baja autoestima, la falta de apoyo social o familiar, la empatía hacia el maltratador...), una de ellas niega con la cabeza. Con terquedad. Y defiende: «No. No es por nada de eso. Es miedo. Miedo es la palabra fundamental. Miedo no ya por ti, miedo por los tuyos, por lo que les pueda hacer...». La coordinadora intenta convencerla. No puede. Los ojos se le humedecen y la voz se le quiebra. Y aparece la sororidad... El primer abrazo lo recibe de Mercedes, la otra jurista. La tiene al lado. Y enseguida se levantan dos de sus compañeras y la abrazan. Saben de su infierno. Sobran las palabras.

Susana es consciente de la fractura interna de la presa. Aprovecha y, con la misma naturalidad con la que el agua sigue su curso, introduce un último ejercicio de argumentación: debatir sobre qué arma es más útil para prevenir, primero, y combatir, después, la violencia machista.

La hora y media de clase ha pasado volando. Ahora, toca patio y café del economato. Y entrevistas con los periodistas, con sesión de fotos incluida. De las 13 chicas que hay hoy, cuatro prefieren el anonimato. Pero acaban abriéndose y hablando, aunque, obviamente, sus relatos no forman parte de este reportaje. Llega el final. La hora de la cena apremia. Comparten, en voz alta y solo las que quieren, su definición de sexualidad saludable y relación de pareja saludable. Y un último ejercicio. Susana le llama «resonar». Nos cogemos todas en un círculo. Hoy toca resonar con la 'e'. En realidad, es un regalo a los dos extraños: acaban gritando al unísono «¡Levante!». Besos y abrazos. Duele decir adiós. Las verjas, para ellas, aún no pueden abrirse.