Disciplina social. No paran de repetirlo. Disciplina social, distancia física, desplazamientos inevitables, paciencia y reclusión. Es la receta para frenar el contagio del coronavirus. Pero tras días de apelaciones a la conciencia ciudadana, de mensajes oficiales solemnes decretando el Estado de alarma, solo el cierre masivo de todos los espacios públicos de ocio y sociabilidad parece haber convencido a todos (a la mayoría, más bien) de la gravedad de la situación.

Es el primer paso. El confinamiento de la población en sus casas al que se encamina la gestión de la crisis en España, como medida extrema para evitar que se propague el contagio del coronavirus y se colapse el sistema sanitario, despierta una duda de base: ¿está preparada una sociedad como la valenciana, con un modo de vida mediterráneo, abierto y colectivo, para un aislamiento que sí ha tenido éxito en países con un grado elevado de obediencia como China?

La posible respuesta está en Italia, primo hermano en costumbres latinas y que en la crisis del Covid19 proyecta con una semana de antelación los escenarios que acaba viviendo España. Levante-EMV ha recabado, del sur al norte del país transalpino, testimonios de italianos y residentes valencianos que desde hace una semana afrontan una emergencia sanitaria y, también, un fuerte impacto cultural.

Balcones: orgullo de resistencia

Al shock del encierro le ha seguido una pequeña rebelión, desde los balcones de las casas en las que se proyecta, desde la música, el orgullo comunitario resistente. Un chispazo que empezó en Nápoles, ciudad de incombustibles hábitos comunicativos, que cada noche se convoca para cantar «Abbracciame» (Abrázame), del cantante neomelódico local Andrea Saninno, y que se ha extendido por toda Italia para entonar el himno nacional, canciones populares de cada región, éxitos de radiofórmula o escuchar con altavoces la narración de los penaltis que dieron a Italia el último Mundial, en 2006. «Nos sentimos más unidos, más juntos, es una energía conmovedora para superar una situación que cambiará nuestras vidas para siempre. Nápoles está desierta y es muy triste ver Via Toledo (la principal avenida) vacía, o el paseo marítimo, pero son sacrificios necesarios de los que España, y otros países europeos, deben tomar nota», advierte Ilaria Mondillo, periodista napolitana.

En Roma, el pasado viernes Cinta Guevara, natural de Xilxes, y su marido Ferdinando Marino, acudieron desde su ventana a la convocatoria de la alcaldesa de Roma, Virginia Raggi, para entonar el himno nacional. «Cuanto antes se quede la gente en casa, antes saldremos de esta. Si esta crisis se alarga durante meses y meses acabará cambiando la forma de ser de las personas», opina Ferdinando, de 37 años. Su trabajo en el sector del marketing digital le llena mucha parte del tiempo, mientras que Cinta, empleada en un laboratorio veterinario, sí ha obtenido el permiso para salir a las calles de una capital irreconocible, desértica.

«Nuestras sociedades son muy parecidas. Estamos acostumbrados a salir, a socializar. Si nosotros somos afectuosos, los italianos lo son más todavía. Hay que cambiar el chip ya», traslada Cinta, un poco «angustiada» ante las imágenes de grandes concentraciones que llegaban desde València hasta hace poco, cuando Italia ya estaba instalada en la alarma institucional: «Hace más de una semana que se lo estoy diciendo a mis amigos y a mi familia en España. 'Por favor tened cuidado, que lo que tenemos en Italia os va a llegar en una semana'. El primer ministro Conte decidió cerrarlo todo y es lo que debería hacer España para evitar que pase lo mismo. Puede parecer una exageración, pero es mejor anticiparse», rogaba el pasado viernes.

Son medidas drásticas, que cuesta entender, que requieren paciencia. Los expertos apuntan a que serán necesarias cuatro o cinco semanas de este cambio de actitud colectiva en España para empezar a notar los efectos. Sin embargo, este desafío, esta exigencia de compromiso individual por el bien común, llega justo en el momento en que la sociedad capitalista ha convertido más que nunca «el egoísmo en uno de los ingredientes esenciales del funcionamiento social», apunta Ismael Quintanilla, profesor honorario de Psicología Social de la Universitat de València. «Desde los 80 y los 90, con la irrupción neoliberal, el egoísmo y la codicia se convierten en valores, en algo positivo. Hemos convertido el ser competitivo, un concepto del deporte, en un concepto social. Y el problema es que en el ámbito social, ser competitivo es acabar con la competencia. En una crisis como esta, cuando la respuesta debería ser solidaria, hay gente razonable, pero hay gente a la que el miedo le lleva a pensar: 'No voy a ser tonto, voy a cargar papel higiénico', sin darnos cuenta de que si el mundo se colapsa, lo pagaremos todo», apunta el académico sobre las escenas de los supermercados.

De vuelta a Italia, Ferdinando ve la situación con resignación: «Nos estamos adaptando, pero no somos China, por una cuestión cultural, porque no hay una dictadura y no puedes imponer a las personas quedarse en casa por la fuerza militar. Es muy complicado, pero a cada día que pasa, desde el discurso de Conte, la gente empieza a hacer caso. Es complicado para la gente sacrificarse, tiene dificultad para quedarse en casa. Es posible que tengamos muchas más víctimas en Europa porque no estamos acostumbrados a tanta disciplina. En China, con seis semanas de aislamiento total han salido».

China, dictadura y Confucio

Llegados al norte, zona roja de la crisis, desde la población de Treviglio, cerca de Milán, el traductor Daniele Durante, de 40 años, describe la evolución de la crisis como «surrealista». «Nunca nos la tomamos muy en serio. Primero porque desde las autoridades se limitaban a dar normas generales de higiene. Mucha gente se reía de lo que resultaba obvio, como lavarnos las manos. Luego todo se fue complicando, cuando en el sur de Lombardia apareció un foco de la enfermedad. Hasta hace un par de días, no se quería renunciar a nuestra manera de vivir. Hasta que no nos dijeron «quédate en casa, idiota, que te puedes morir», como si fuésemos 60 millones de niños, no lo entendimos. En China, Japón o Corea la sociedad es distinta. No se saludan con nuestra efusividad. Es algo muy mental y psicológico y aquí no tenemos el sentido de la autoridad que existe en países orientales. Allí se ha obedecido a la primera, aquí ha habido que amenazar y meter el miedo a la gente. Es un momento crucial. No nos están pidiendo ir a la guerra y tenemos comida en casa para meses».

La comparación con la estoica resistencia china esta siendo especialmente recurrente estos días. Más allá del contexto político, de una dictadura que permite someter a una población a medidas que aquí se consideran violaciones de derechos básicos, Quintanilla apela a una diferencia cultural. «La sociedad china está influenciada por filosofías como la de Confucio, donde la jerarquía y el papel del sabio es fundamental. No es solo que haya una autoridad y un poder, es que tiene que ser respetado. Forma parte del funcionamiento social», apunta el profesor de la UV, en contraposición con la «falta de responsabilidad» con la que se ha comportado la sociedad española ante las órdenes de los técnicos sanitarios.

«Obligados» a ser cívicos

Para Daniele, la alusión a que «somos latinos y mediterráneos» es una manera lírica de encubrir «que somos los niñatos mimados del primer mundo»: «Somos muy buenos para enfrentarnos a las emergencias, pero tenemos que vernos obligados a enfrentarnos a ella. Podríamos haber hecho un recorrido gradual, estructurado, antes de dar este giro radical. Pero estamos encerrados y sigue pareciendo surreal, como si de un momento a otro Conte fuera a salir y decir 'era todo broma, podéis tomaros el aperitivo'».

¿Qué enseñanzas se obtendrán de esta crisis? ¿Llegará a cambiar nuestro manera de relacionarnos? Para Daniele, «las elecciones psicológicas son disparatadas y es difícil hacerle entender esto a 60 millones de personas. Temo que no aprendamos nada de esto y seamos más disciplinados que los alemanes solo porque lo único que nos importe sea salir lo más rápidamente posible de este trance y seguir con nuestras vidas. Nuestro modo de encarar la vida es lo que hace que el virus crezca».

Desde Roma, el informático Pietro Pisciotta, de 40 años, ha decidido no viajar a su Palermo natal para no airear el riesgo de contagio en su familia y en una isla con muchos menos servicios. «Es un periodo histórico que recordaremos en los libros. Y que quizá nos podría enseñar alguna cosa. Yo soy escéptico en que la gente aprenda. Pero podríamos aprender mucho del sentido cívico, de las reglas, y que se aprenda también la necesidad de no recortar en sanidad, y saber valorar el discurso de la sanidad pública, invertir y proteger el sector». Otra de las posibles consecuencias positivas, en opinión de Pietro, que lleva una semana trabajando desde casa, es que se instale una cultura del teletrabajo acorde a la de otros países europeos para «conciliar tiempo y que las empresas reduzcan gastos».