Vivir la pandemia sin techo

Vivir la pandemia sin techo

Las luces de la furgoneta cortan la oscuridad del pasaje Beato Gaspar Bono. Escondido en los recovecos del centro de València se descubre un campamento de 17 tiendas y chabolas. La mayoría son individuales y todas están mojadas y frías tras el temporal de esta última DANA. A medida que se acerca el ruido del motor empiezan a brotar los cuerpos de entre los plásticos. El primero en salir es un hombre escuchimizado, de barba blanca, ataviado con unos pantalones de chandal, camiseta de manga corta y chanclas con calcetines. Cuando aparca el vehículo da saltos de alegría. Llega el reparto de la cena pese a la cuarentena y el confinamiento por el coronavirus en Valencia.

Afrontar el coronavirus en València sin un techo

En ese pasaje, a tiro de piedra de las Torres de Quart, se encuentra la València que no queremos reconocer. Pero ahí está. La ciudad que encarna un chico ucraniano que apenas maneja dos palabras de español y está devorando su bocadillo en cuclillas, a las puertas de su tienda. Tiene hambre. También esperan la cena Amidou, de Guinea Bissau, o René, de Honduras, un joven colombiano de la Región de Bucaramanga, Miroslav, de Polonia, o Susana, valenciana.

Pero no solo quieren su bocata (que también), demandan ayudas para sobrellevar la pandemia de coronavirus. Algunas mascarillas, medios para poder asearse o algo tan simple como un cuarto para aislarse. «Aunque sea solo estos quince días», señalan. Pero en València no quedan plazas de albergue, están todas llenas. Al menos es lo que ocurrió el pasado lunes en pleno operativo policial para cobijar a las personas sin techo de la ciudad. Los agentes recibieron órdenes para que dejaran de enviar a personas a los recursos sociales porque no había más sitio. Los que se quedaron fuera, a buscarse la vida como puedan.

Tampoco es demasiado problema para ellos, a decir verdad. Son decenas los que en esta calle ya no viven, sino sobreviven. El problema es el virus, la higiene y, sobre todo, las calles vacías. Miroslav ya no aparcará coches, porque no hay. Susana ya no pedirá por las calles, porque la gente está confinada. Ahí están; solos y sin ingresos.

En tiempos de coronavirus los voluntarios sociales escasean. Muchísimos se encuentran aislados en sus casas, a la espera de que se retire el estado de alarma impuesto por el Gobierno. Por eso, lo que antes era una cena con mesa y grandes termos de comida se ha reducido a una bolsa de plástico con un bocata, una pieza de fruta, dos yogures, una botella de agua de medio litro y un cruasán para desayunar. Lo reparte Jaime Gónzalez, presidente y fundador de Amigos de la Calle, solo en su furgoneta. El tipo de barba blanca y chándal le ayuda, da a cada uno su ración, a nadie más de lo que se le ha asignado, con meticuloso orden. Siempre a un metro de distancia de Jaime. «Está claro, hay que hacerlo así», apunta.

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Solidaridad para sobrevivir a la pandemia

Sin ayudas sanitarias

Los residentes en el campamento viven los días con resignación y la certeza de que el virus es el menor de sus problemas. «Si te toca, te toca. Yo intento mantener las distancias y cuidarme», asegura Susana, sentada en la entrada de su tienda, con su colchón mojado por la lluvia.

Y a pesar de todo asegura que ahora está bien. Llegó allí por un favor de su actual vecino, Miroslav. «En junio estaba durmiendo en un banco en Guillem de Castro y me pegó un golpe de calor. No podía con mi vida. Pero vino él y me dijo que había una tienda vacía para que me pudiera quedar. Y me quedé», detalla.

Miroslav, que asoma la cabeza por un hueco de su tienda para fumar un cigarrilo, comenta que el coronavirus no es lo que más preocupado le tiene. «Trabajo. No puedo ganar dinero porque no hay nadie en la calle. Mi profesión era pintor, pero tuve una hernia y me echaron. Ahora estoy aquí. Y de momento me pongo a aparcar coches, ayuda un poco. Pero si ahora no hay nada, ¿cómo vivimos? Veremos cuanto tiempo dura esto ¿Dos semanas? ¿Un mes? No lo sabemos».

Jaime pone las llaves en el contacto, gira la muñeca y arranca. Continúa su ruta de reparto por València. Mientras conduce se fija en cada cajero o pasaje, por si encuentra a algún rezagado. Para en la parroquia de San Agustín. En la acera de enfrente, en la entrada de una gran superficie, hay seis hombres tapados como gusanos de seda. Cada uno recibe su bolsa con comida. «Somos gente que pide en la calle cuando las calles están vacías. Nos es imposible sobrevivir», cuenta David.

Según aseguran, las autoridades han tomado nota de cómo viven, pero las soluciones todavía no han llegado. «El domingo se informó a la Policía Local de cuál era nuestra situación, vino una patrulla y nos dijo que si nuestro domicilio era la calle teníamos que seguir aquí y que el lunes ya se vería qué podían hacer. Estamos a martes y seguimos así. Nadie ha venido a decirnos nada. No tenemos ropa interior, no tenemos dónde ducharnos, cómo asearnos, cómo hacer nuestras necesidades. Nada», denuncia.

Pero el cierre de la ciudad a causa del coronavirus ha dejado a estas personas sin otros servicios básicos. «Han cerrado todos los baños públicos porque el contacto era muy estrecho y no nos podemos asear. Tampoco entendemos que se hayan cerrado las bibliotecas. Que estemos en la calle no quiere decir que no queramos estar aseados e informados. Somos personas», alerta David.

Otra de las cosas que llevan días reclamando es un 'smartphone' para sentirse tranquilos. «Un móvil para todos, aunque sea usado de hace diez años, nos da igual. Para por lo menos seguir las noticias. Hay gente que tiene hijos, yo quiero saber de mi madre y no puedo hablar con ella porque el locutorio está cerrado», añade.

Pese a todo, el apoyo vecinal está haciendo el «aislamiento» más soportable para ellos. «Esta mañana nos ha traído comida una mujer china y ayer un chico nos bajó lentejas para ayudarnos, nos ha dicho que nos seguirá dando cuando pueda», sentencia.

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